Mientras escribo estas líneas, puedo ver junto a mí
los desalentadores montoncitos de libros que se empiezan a acumular, como
torres truncadas, en el suelo de mi despacho. Ya no me caben en las baldas y no
sé dónde meterlos. Aunque hace ya mucho que perdí el respeto reverencial a los
libros y, después de leerlos, suelo desprenderme de la mayoría, la cantidad de
volúmenes que tengo crece como la espuma, porque me regalan muchos y, mea
culpa, sigo comprando bastantes (menos mal que existen las versiones electrónicas).
A veces pienso que se están convirtiendo en una especie de virus invasor y
hasta llego a detestarlos durante unos instantes. Luego, claro, se me pasa
corriendo. ¿Qué haría yo sin libros? Son y siempre han sido mi mejor amuleto
ante los desasosiegos de la vida. En el dolor, en la ansiedad, en las esperas y
las desesperaciones, si cuentas con una buena lectura estás al menos en parte
protegido. Recuerdo perfectamente las obras que leí en algunos momentos
especialmente penosos; en enfermedades propias, por ejemplo, o en esperas
hospitalarias de enfermedades ajenas. Son libros que me ayudaron a atravesar
esos tiempos oscuros, los estrechos desfiladeros de la vida; a decir verdad,
pienso en ellos como si fueran mis amigos.
Sé, por otra parte, que esto que me sucede a mí le
ocurre a muchos. El grupo editorial italiano Mauri Spagnol y el Centro de
Estudios de Mercado y Relaciones Industriales de la Universidad de Roma
publicaron hace poco los resultados de una investigación curiosísima:
estudiaron si la lectura tiene algún efecto en el bienestar de las personas.
Tomaron una muestra de 1.100 individuos, los dividieron en dos grupos, lectores
y no lectores, y les aplicaron tres conocidos protocolos para calibrar el
índice de satisfacción con la vida, según la autovaloración de los sujetos. En
una escala del uno, lo peor, al diez, lo mejor, los 1.100 individuos se dieron,
como media, una nota de felicidad por encima del siete. Esto ya es sorprendente
en sí, o al menos a mí siempre me sorprende que, cuando le pides a la gente que
puntúe su nivel de felicidad, todos los estudios suelen dar unas notas bastante
altas, de notable para arriba. Y es que el ser humano es una criatura
vitalista, adaptativa y tenaz. Pero lo novedoso de esta investigación es que
los lectores superaron a los no lectores en todos los apartados por cerca de
medio punto: se sentían más dichosos y experimentaban más a menudo emociones
positivas. Resumiendo: parece que leer te ayuda a ser más feliz. Cosa que desde
luego no me extraña.
Siempre me han dado pena las personas que no leen. Y no porque sean más incultas y menos libres, aunque es bastante probable que sea así. No, las compadezco porque creo que viven mucho menos. Leer es entrar en otras existencias, viajar a otros mundos, experimentar otras realidades. Y además, ¡qué inmensa soledad la de quien no lee! Porque la literatura nos une con el resto de los habitantes de este planeta, nos hermana con la humanidad entera, más allá del tiempo y el espacio. Podemos experimentar las mismas emociones que un escritor inglés del siglo XVI o que una autora contemporánea de la remota Nueva Guinea. Y al fundirnos con los demás, al salir de nosotros mismos, salimos también por un instante de nuestra muerte, que nos espera enroscada en la barriga. Leer te hace inmortal.
Hay dos fotos antiguas en blanco y negro que me
parecen maravillosas y que son un ejemplo de esa fuerza benéfica de la
literatura. Una es de André Kertész y muestra una ancianita en camisón sentada
en una cama de madera, un mamotreto viejo con dosel. La instantánea fue tomada
en el asilo de Beaune (Francia) en 1929, así que la mujer era una asilada, probablemente
sola, enferma y pobre, una vieja sitiada por la muerte. Pero tiene un libro en
las manos y está embebida en él. Lee, de perfil, con serena y perfecta
placidez. Qué invulnerable se la ve, protegida por el gran talismán de la
lectura. Toda ella luz dentro del barquito de su cama en mitad de un océano de
tinieblas.
La otra foto es bastante conocida: la biblioteca de
Holland House, en Londres, tras los bombardeos de 1940. El techo del edificio
se ha derrumbado pero las paredes, repletas de libros, se mantienen en pie.
Aquí y allá hay tres hombres con abrigo y sombrero que, subidos a la inestable
pila de escombros, miran los lomos de las estanterías u hojean algún volumen. A
mí esta foto siempre me ha parecido un emblema de la esperanza, de la capacidad
de supervivencia de los humanos. En lo más aterrador de la pesadilla nazi,
cuando parecía que el infierno triunfaba, esos hombres buscaban en la hermandad
lectora con el resto de la humanidad las fuerzas suficientes para seguir
resistiendo. Esta es la magia de la literatura: nos hace ser más fuertes y
mejores.
Rosa Montero para El País
Leído en: http://elpais.com/elpais/2016/02/23/eps/1456245397_854888.html
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