Me di un golpazo en la cabeza al subir mi mochila
al maletero. Todos los pasajeros me miraron y yo traté de superar la
inexplicable vergüenza que provoca darse un coscorrón. De pronto, escuché una
risa a mis espaldas. No lo podía creer: un jovenzuelo se reía de mi torpeza. Le
miré fijamente a ver si reaccionaba, pero no. Me salió esa macarra que llevo
dentro y que sólo hace acto de presencia cuando algo me enerva, le puse la mano
en el hombro y le dije, “¿tú eres tonto, chaval?”. Se quedó desconcertado y ahí
se acabó el episodio. Cuando tomé asiento reflexioné sobre mi reacción y
concluí que he llegado a esa edad en que las mujeres nos volvemos valientes y
con la autoridad que da la experiencia somos capaces de ponerle la mano en el
hombro a un cretino y soltarle, ¿tú eres tonto, chaval?
Esa es la frase que un chaval o chavala te está
pidiendo a gritos durante los años en los que padece esa enfermedad pasajera
que es la adolescencia. Con esas palabras o con otras menos castizas se
dirigieron a mí en alguna ocasión mis padres o alguna profesora que me colocó
en mi sitio. Porque uno es tonto a veces, en el sentido de no advertir que
mofarse del dolor ajeno es un síntoma de inmadurez, y el hacerse adulto
consiste en reconocer, no sin algo de vergüenza, esos momentos en los que se
fue rematadamente tonto. Estos días, como suele ocurrir en Españita, el debate
sobre los límites del humor se ha enfangado y ahora andamos todos revolcándonos
en la mierda. Y me duele especialmente, porque el hecho de que mis escritos con
tanta frecuencia hayan sido censurados por los extremistas de la corrección
política o por la presión del fanatismo religioso (USA o Irán), o sin ir más
lejos, de que mis libros estén desaconsejados en algunos colegios (privados)
españoles me ha llevado a reflexionar desde hace años sobre un asunto que es
más resbaladizo de lo que parece. En el caso de mis libros juveniles pienso que
tal vez hubiera sido mejor no publicarlos en ciertos países para no ser víctima
de la delirante sobreprotección a los niños; en el caso, por ejemplo, de mis
Tintos de Verano me irritaba que algunos lectores no entendieran que todo era
pura comedia, pero el hecho de que fueran publicados en un periódico y de que
yo hiciera uso de tantos aspectos reales de mi vida confundían lógicamente a
parte del público, aunque todavía conservo como un tesoro una carta de Azcona
en la que me decía: “No des tantas explicaciones, tú a lo tuyo”. Lo mío era,
fundamentalmente, hacer chanza de ese personaje que se parecía tanto a mí, por
tanto, mi humor carecía de límites: aquella mujer era neurótica, absurda,
frívola y torpe. Y algo tengo de cada uno de estos adjetivos, pero en menor
medida de lo que algunos quisieron creer. Porque en el humor cuenta tanto el
narrador como el que escucha. Hay veces que la mala baba está en el receptor, y
otras en que el contador ignora el alcance de sus palabras.
No tengo ninguna duda de que muchos de los
indignados por los chistes de Zapata escenificaron un dolor que no sentían, y
estoy segura de que no lo sentían porque no reaccionaron de la misma iracunda
manera cuando un tipo de sus filas era grosero con las mujeres, por ejemplo, o
cuando otro soltó en el Congreso un comentario insultante sobre las víctimas de
la Guerra Civil. No me creo que sintieran un dolor insuperable por la
brutalidad de un chiste quienes aceptan las groserías de los suyos. No cuela.
En cambio, hay otras personas que anteponen la
empatía hacia los seres humanos a sus principios ideológicos y que de manera
legítima se sienten violentadas cuando la “gracia” del chiste consiste en hacer
escarnio de una víctima. Se ha escrito mucho sobre los límites del humor. Hay
quien piensa que no deben existir. Pero existen. Hasta en la cultura más
tolerante el humor tiene freno: el que se pone uno mismo. Ese es el esencial.
Se ha escrito también que las propias víctimas hacen chistes sobre su
desgracia. Están en su derecho a tener esa vía de escape, pero no es igual si
yo llamo nigger a un afroamericano en Estados Unidos, que si se lo llaman entre
ellos como un síntoma de reconocimiento y colegueo.
El humor cambia con los años. No es lo mismo el
infantil que el adolescente, aunque haya personas que se queden fijadas en esa
época de su vida. Creo que cuando Zapata pidió disculpas aceptó sinceramente su
error, así que no sé a qué viene su linchamiento pero tampoco entiendo que sus
amigos se empeñen en reivindicarlo. Pedir disculpas es un síntoma de madurez.
Debo ser muy ingenua pero yo las acepto.
Elvira Lindo para El País
Leído en: http://elpais.com/elpais/2015/06/19/estilo/1434731146_019212.html
Los tuits de Guillermo Zapata hay que mirarlos desde las perspectiva de que están escritos por alguien que en ese momento no era una persona pública y chistes de ese tipo o parecidos hemos contados todos y nos hemos reído, o no, cuando nos los han contado. Él ya ha pedido perdón ¿Dónde tenemos que pedir perdón aquellos que hemos contado o reído con ese tipo de chistes? es más ¿Tenemos que pedir perdón por contar chistes?. El humor, negro o blanco, es así y ahora parece que todos nos escandalizamos.
Esos chistes han estado ahí durante 4 años y nadie se sintió ofendido porque nadie los leyó, tan solo su grupo de amigos o seguidores. ¿Deberíamos condenar al "chivato" que lo ha sacado con tal de hacer daño a un rival político y no medir las consecuencias de a quién podía ofender? ¿En política todo vale? ¿Por qué estamos más pendientes de unos tuits que de los desahucios o de la gente que se ha empobrecido o no tiene para comer, para medicinas o para pagar los estudios de sus hijos?
Aquí solo he visto pedir perdón a este concejal y a políticos en activo borrar sus tuits a toda prisa, supongo que algún problema de conciencia tendrán para hacerlo. Lo que no he visto todavía es pedir perdón a ningún corrupto y devolver lo que se ha llevado. Tampoco he visto pedir perdón al político de turno que le nombró, ni pedir perdón por las barbaridades que están diciendo sobre las fosas, la memoria histórica y la guerra civil, ni a los que han empobrecido a España a costa de hacer 50000 nuevos ricos y lo peor es que a todos éstos los pagamos con nuestros impuestos.
Lo que también he visto es que hay muy mal perder.