Se empieza rompiendo una costura y se acaba descosiendo el
traje entero. Ese es el gran peligro de la reforma que pretende imponer el PP
para que en los ayuntamientos gobierne el candidato de la lista más votada, una
operación de luces cortas que, además –como ocurre con todas las medidas que se
adoptan por intereses coyunturales– con el tiempo puede acabar volviéndose en
contra del partido que la promueve.
El sistema vigente establecido por la Ley Orgánica de
Régimen Local forma parte de un modelo electoral homogéneo y coherente:
proporcional corregido, con elección del primer gobernante a través de las
cámaras colectivas que son el Congreso de los Diputados, los Parlamentos
regionales y los plenos municipales, identificados como las sedes de la
soberanía popular. Si ni el presidente del Gobierno ni los presidentes
autonómicos son elegidos por votación directa de los ciudadanos –lo que
entrañaría pasar del modelo constitucional parlamentario a un modelo
presidencialista, inviable en un régimen en el que la Jefatura del Estado
corresponde al Rey–, ¿por qué han de serlo los alcaldes?
Ninguno de los argumentos esgrimidos a favor tiene peso
suficiente frente a las contraindicaciones de un cambio de esta naturaleza y
calado, no digamos a nueve meses de las elecciones en las que pretende
aplicarse. No facilita el acercamiento entre gobernantes y gobernados porque
estos demandan más participación y el ágora son los plenos municipales. No
favorece la transparencia porque al aumentar su autoridad también diluye el
control sobre la gestión de los alcaldes, pese a estar archiprobado que gran
parte de la corrupción ha estado en gran medida asociada a las políticas urbanísticas
municipales.
Tampoco facilita la gobernabilidad, sino que fomenta el
caciquismo o caudillismo local. No contribuye a reforzar el ayuntamiento como
“institución destinada a proporcionar servicios a los ciudadanos” porque la Ley
de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local ya les pasó la
tijera. Y, a la vista de cómo el PP ejerce su mayoría absoluta parlamentaria
–no muy distinta de la forma en que la aplicaron otros cuando la tuvieron–,
sería un golpe mortal para un pluralismo político que no sea meramente formal.
Fragmentación ‘versus’ soledad
El PP presenta su iniciativa envuelta en el lazo de la
exigencia ciudadana de más y mejor democracia, pero la democracia directa no es
per se ni más ni mejor democracia que la representativa. Cuando Javier Arenas
emplaza al PSOE a presentar una “propuesta más democrática”, sólo introduce
confusión para ocultar un cálculo partidista: las diversas estimaciones
publicadas varían algo en las cuentas, pero coinciden en que el PP sería,
ahora, el gran beneficiado de esa reforma legal, asegurándose el gobierno de
entre cuarenta y cincuenta grandes ciudades, y arrebatando al PSOE sus dos
buques insignias: Vigo y Zaragoza. Y la realidad es que el 90% de las
principales ciudades ya tienen como alcalde al candidato de la lista más
votada.
La cultura de los pactos municipales, que ahora trata de
romper el PP, se remonta a los primeros comicios locales, celebrados en 1979.
Fueron la placenta para el crecimiento y consolidación del PSOE como
alternativa de gobierno, lo que no puede extrañar si se repara en su tradición
municipalista –una concejalía en el Ayuntamiento de Madrid fue el primer cargo
público del partido–.
Si la izquierda española arrastra un problema de
fragmentación, la derecha lo tiene de soledad. Al argumentario del PP le pasa lo
que ocurre cuando la sábana no alcanza para cubrir los pies. Mire hacia donde
mire, le quedan pocos con los que poder pactar, y esos pocos, como puede ser
UPyD en ciudades como Madrid o Valencia, no le resultan de fiar. Pero la
maniobra para perjudicar a su rival directo entraña un “daño colateral”
–expresión jurídica de origen militar– al otorgar un plus a formaciones de
corte radical con fuerte asentamiento territorial, como Bildu en el País Vasco
y ERC en Cataluña.
Si el PP no planteara esta reforma con las luces cortas,
repararía en que las minorías de ayer son las mayorías de hoy y las mayorías de
hoy pueden ser las minorías de mañana. Y, además, tendría en cuenta que, por
querer cortocircuitar los pactos municipales, puede alentar los acuerdos regionales
en las elecciones autonómicas, que se celebrarán simultáneamente en la
primavera del año próximo. Pero el PP sabe que, aunque los presidentes
autonómicos actúen o quieran actuar como barones, el cimiento de los partidos
españoles está en los municipios. Ahí es donde el PSOE empezó a hundirse en el
pozo, en mayo de 2011, y ahí es donde el PP intenta que siga. Pero, a veces, la
soga preparada para el al adversario se enreda ahorcando a quien la maneja.
Gonzalo López Alba para El Confidencial