Gane o pierda las elecciones del próximo domingo,
el PSOE tiene un doble reto si no quiere perecer en el declive del
bipartidismo: construir un nuevo liderazgo y reconstruir el partido, lo que
pasa por sellar la fractura interna y elaborar una oferta de proyecto político
que aúne esperanza y credibilidad. Si los socialistas pierden estos comicios,
el proceso de renovación se hará tan inevitable como urgente; si ganan, puede
producirse un cambio de percepción e incluso de actitud, tanto en el PSOE como
en el PP y en el conjunto de la sociedad, pero ese cambio anímico no modificará
la realidad de aquellos agujeros negros.
La historia contemporánea del PSOE puede resumirse
en tres grandes periodos. El primero, y más exitoso, estuvo marcado por el
hiperliderazgo de Felipe González y Alfonso Guerra, quienes a partir de la
memoria histórica y de los cascotes de un partido que se difuminó durante el
franquismo después de haber participado en los gobiernos de la II República,
construyeron una de las maquinarias políticas más eficaces de toda Europa,
tomando como referencia el SPD alemán y la socialdemocracia nórdica.
Durante este periodo, que duró casi un cuarto de
siglo (de 1974 a 1997), el PSOE no sólo fue una máquina de ganar elecciones
–gobernó casi catorce años de forma ininterrumpida–, sino que tuvo la capacidad
de renovar su ideario y sus propuestas para adaptarse a las necesidades y
demandas de la España del momento. Así fue hasta que murió de éxito, como en su
momento dijo el propio González.
De la
primera a la segunda transición
Tras la renuncia del patriarca socialista en 1997,
que se produjo después de una virulenta guerra interna entre los felipistas y
los guerristas que fracturó el partido, el PSOE se abismó en una travesía del
desierto que estuvo marcada por la falta de liderazgo –Joaquín Almunia,
señalado como sucesor por el dedo de González, buscó legitimarse en unas
primarias que contra todos los pronósticos ganó José Borrell, cuya posterior
dimisión llevó a presentar como candidato a quien los propios militantes habían
dicho que no querían como líder–.
Este período de transición, que presenta
paralelismos con la fase actual, se caracterizó por los ajustes de cuentas
internos y también por una radicalización ideológica que se plasmó en la
alianza suscrita por Almunia con la Izquierda Unida del comunista Francisco
Frutos, apuesta que se saldó con un descalabro electoral que puso término al
segundo periodo. Pero en aquel tiempo el PSOE seguía funcionando como partido,
como se demostró en las elecciones municipales de 1999, cuando ganó al PP en
número de concejales y se quedó a menos de 40.000 votos en el cómputo global.
La transición culminó en 2000 con la elección de
José Luis Rodríguez Zapatero. Con él se volvió al hiperliderazgo, se cicatrizaron
las heridas y se reconstruyó el partido, pero sólo como una organización a la
medida del líder, que ahogó el debate interno tras reconquistar el Gobierno en
2004. Su ocaso comenzó en 2010, con el giro hacia la austeridad, y culminó en
2011, cuando los socialistas cosecharon el menor apoyo del periodo democrático.
Pero lo peor, en clave de partido, ya se había producido: la organización quedó
arrasada con la pérdida de la práctica totalidad de su poder municipal y
autonómico.
Como en 1997, el líder en retirada señaló como
sucesor a uno de los suyos –si Alfredo Pérez Rubalcaba fue vicepresidente de
Zapatero, Almunia había sido el ministro más joven de González–, pero entonces
como ahora se constató que, como dijo Karl R. Popper, “el factótum del partido
gobernante rara vez resulta un sucesor capaz” (La sociedad abierta y sus
enemigos, Paidós).
Con Rubalcaba al timón, el PSOE inició una nueva
travesía del desierto, en la que ni hay liderazgo ni hay partido –con la
excepción de Andalucía–. Lo primero lo demuestra el hecho de que sólo un 10% de
la población declara confiar en Rubalcaba, según el último barómetro del CIS; y
lo segundo, lo acredita la escasa movilización y nulo entusiasmo que ante las
elecciones europeas manifiesta una militancia que, relamiéndose todavía las
heridas del congreso de Sevilla, en el que se enfrentaron Rubalcaba y Carmen
Chacón, está más pendiente de la pasarela de los precandidatos para las
elecciones primarias que de la campaña del 25-M, que sólo se ha animado con el
revolcón televisivo de Elena Valenciano a Miguel Arias Cañete.
Madina toma
ventaja
El panorama interno se empezará a aclarar a partir
del día 26, cuando el PSOE tendrá que ratificar o rectificar la hoja de ruta
que conduce a la celebración de primarias en noviembre, y los que están
señalados como precandidatos deberán decidir si finalmente se postulan y
demostrar que disponen de los avales necesarios.
Superado el ecuador de la campaña europea, parece
haber una inclinación creciente hacia la opción de Eduardo Madina, que no sólo
encarna una renovación generacional, sino que está concitando apoyos entre la
vieja guardia y las nuevas generaciones, pero también –y sobre todo– entre
quienes en Sevilla apoyaron a Rubalcaba y los que optaron por Chacón. Como en
su momento ocurrió con Zapatero, el haberse mantenido al margen de las guerras
internas le sitúa en la posición ideal para restañar las heridas todavía
abiertas, una condición sine qua non para revitalizar el PSOE.
Gonzalo López Albo para Elconfidencial.com