Con este título —No es verdad— se despacha con virulencia contra los impíos patrios, cada semana, un boletín del Arzobispado de Madrid, de nombre Alfa y Omega. Es un lugar ideal para medir la preocupación episcopal ante la avalancha de críticas por sus silencios ante la crisis y la contumacia con que defienden el paraíso fiscal. La Red está que arde y nadie parece tener argumentos para apagarla. Insultos aparte, lástima que surjan brotes de feroz clerofilia y clerofobia por asuntos tan meridianos, vean este chiste que inundó el sistema cuando se conoció que el Gobierno Rajoy recortaba 2.000 millones a la Ciencia , y cero euros a la Iglesia católica. “Ánimo, ciudadano. Cuando tengas cáncer no faltará un ensotanado para darte la extremaunción”.
El prestigio de la Iglesia católica está por los suelos, según las encuestas, y la crisis no hace más que remacharlo. Para defenderse, el cardenal Rouco se escuda en Cáritas. Podía hacerlo también con Manos Unidas y gran parte de las congregaciones de monjas y frailes dedicadas a atender a los desheredados de la tierra. No vale. El desprestigio eclesiástico sería inenarrable sin esas organizaciones y los llamados fieles y curas de las iglesias populares.
Otro cantar son las falsedades. Decir que la Iglesia católica no está en la Ley de los Presupuestos del Estado —como ha proclamado el portavoz episcopal— es sencillamente un despropósito. Los ciudadanos comprueban cada año cómo lo está, en varias partidas, y que, además, se ha colado, solo ella, en el impreso de Hacienda sobre el IRPF.
Rizan también el rizo de las confusiones cuando se empeñan en afirmar que sus privilegios —cuando aceptan tenerlos, rara vez— proceden de leyes ordinarias y comunes, y no de un concordato firmado en Roma por un ministro democristiano, Marcelino Oreja, más súbdito del Vaticano en aquel momento, que de España. Cumplía el solemne mandato de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP), de la que todavía es apasionado militante: “Nos interesa el catedrático, el jefe de empresa, el hombre político: hoy subsecretario; mañana, ministro. Con un fin, y es que estos hombres sirvan a Dios y sirvan a la Iglesia muy atentos a los consejos de Roma”. Textual.
Otra ceremonia de dispersión episcopal es cuando se enfadan por llamar concordato a los Acuerdos de 1979. Maestros del eufemismo. ¿Qué son esos acuerdos si no un concordato en toda regla? Pero el nombre concordato quema. Está maldito desde que Roma firmó varios de esta especie, los últimos: con Napoleón III —“un pacto entre el prostíbulo y la sacristía”, se enfadó el gran Lamennais—; con Isabel II en plena furia católica contra esta pobre reina —“un pacto entre canallas”, juzgó William J. Callahan—; con Mussolini para recuperar para el Papa el rango de Jefe de Estado; con Hitler, para asegurarse una inmunidad poco martirial; y, sobre todo, el infame Concordato de 1953 con Franco, otro dictador manchado de sangre.