Una
irónica definición popular dice que la pareja es una reunión de dos personas
que se unen para resolver problemas que no tendrían si no estuvieran juntas. De
hecho, la razón por la que compensa permanecer emparejados siempre ha sido ésa:
los seres humanos mantenemos vínculos afectivos largos con otra persona porque
nos empeñamos en hacerlo. En el 2007, la revista colombiana Pensamiento
Psicológico publicó un estudio para ver qué factores unían a aquellas parejas
que continuaban su idilio más allá de una década. Y encontraron que no había
relación estadísticamente significativa entre satisfacción marital y ciertos
valores supuestamente importantes: tipo de vínculo establecido, filiación
religiosa común, nivel socioeconómico similar, etc. El único factor que
predecía realmente la estabilidad en pareja era el atractivo que el concepto en
sí tuviera para las personas. Simplemente: aquellas que tenían una percepción
positiva de este tipo de relación duraban más.
Casarse
es terminar una serie de pequeñas tonterías con una gran estupidez”,
“emparejarse significa quedarse con la mitad de derechos y duplicar los
deberes”, “nos alegramos en las bodas y lloramos en los funerales porque no
somos la persona involucrada”, “el matrimonio crea más 'extraños compañeros de
cama' que la política”… El imaginario colectivo está lleno de advertencias
sobre las pocas posibilidades de que consigamos recompensas vitales en una
pareja estable. Sin embargo, parece que hasta ahora han existido compensaciones
que hacían perdurar ese vínculo.
Los
antropólogos materialistas -Marvin Harris es un ejemplo- han intentado definir
esas razones. La pareja cerrada tradicional ha sido una “buena inversión” en
muchas sociedades, según estos investigadores, porque aseguraba la sexualidad
–era la forma más sencilla de mantener relaciones cotidianamente sin necesidad
de pasar cada vez por todos los rituales de seducción-, proporcionaba una forma
segura de mantener las normas sociales –al otorgar autoridad a dos personas
cuando se convierten en padres- y aumentaba la probabilidad de que el traspaso
de la herencia se hiciera a personas con las que se comparten los genes, estableciendo
quiénes son los padres legales de los hijos y creando un fondo común de
propiedad para ellos. Evidentemente, estas razones tuvieron mucho sentido a lo
largo de la historia de la humanidad: los documentos históricos y literarios
insisten continuamente en estos tres puntos cuando hablan del vínculo
matrimonial. Sin embargo, cabría preguntarse si hoy en día siguen siendo tan
importantes esos elementos.
Desde
el punto de vista estrictamente materialista, la pareja no tiene porque ser la
mejor inversión en la actualidad. Por una parte, en una sociedad con mayor
apertura sexual, nuestras posibilidades de relaciones íntimas son mayores fuera
de un vínculo estable (la frase “follas menos que un casado” demuestra que
todos lo sabemos). Por otra parte, la trasmisión de la autoridad y la norma
social ha dejado de ser una prioridad para muchas personas… Y es una
imposibilidad para casi todo el mundo: ni el cónyuge ni los hijos nos respetan
mucho hoy en día. Y a nivel económico, el emparejamiento es una mala inversión:
como reza un proverbio escocés, “no merece la pena casarse por dinero, porque
se pueden conseguir préstamos más baratos”. Las estadísticas muestran que los
singles –en España hay más de tres millones de personas "impares" en
la actualidad- disponen de ingresos significativamente superiores a los
individuos casados del mismo tramo de edad. Las empresas dirigen en muchas
ocasiones hacia ellos sus campañas, porque saben que los no emparejados tienen
más dinero y gastan más en cultura, viajes, lectura y espectáculos.
En
el siglo XVIII español se puso de moda tener un “cortejo”, un amigo íntimo que
tenía entrada libre en el hogar, charlaba con la esposa de asuntos diversos, la
acompañaba a la iglesia y la aconsejaba sobre su forma de vestir o maquillarse
mientras el marido vivía su vida y apenas aparecía. Este curioso “vínculo a
tres bandas” es una más de las muchas formas distintas de relacionarnos que los
humanos hemos utilizado a lo largo de los tiempos. El amor cortés en la Edad
Media (una relación en la que era esencial ser rechazado por la persona amada)
o las parejas que caducan cada año de ciertas tribus amerindias, son también
modelos de vínculo que han utilizado muchas personas durante ciertas épocas y
que hoy nos resultan extraños. Los seres humanos tendemos a olvidar que las
razones por las que una sociedad fomenta una forma u otra de vínculos afectivos
son de supervivencia, no psicológicas. Toda sociedad establece, en función de
lo que sea más adaptativo, reglas que definen en qué condiciones deben darse
las relaciones sexuales, el embarazo, el nacimiento y la cría de hijos. Por
supuesto, esas reglas son distintas según la época y la situación social. La
pareja monógama es una construcción como otra cualquiera.
Los tiempos están cambiando
en lo que respecta a la concepción de los vínculos en el imaginario colectivo:
la relación monógama estable empieza a desmitificarse. El psicólogo Carlos Yela
García recoge en su libro El amor desde la psicología social algunas de las
quimeras en las que se basaba la permanencia de estos vínculos. El “mito de la
media naranja” (escogemos a alguien a quien estamos predestinados y eso
garantiza la mejor elección posible), el “mito del libre albedrío” (nuestros
sentimientos amorosos son tan íntimos que no están influidos de forma decisiva
por factores sociales, culturales o biológicos ajenos a nuestra voluntad), el
“mito de la omnipotencia” (“el amor lo puede todo”, la unión amorosa otorga una
fuerza especial que permite superar todos los obstáculos imaginables) y “el
mito de la pasión eterna” (el amor pasional de los primeros meses puede y debe
perdurar tras miles de días -y noches- de convivencia) son cada vez más
cuestionados. Y esto hace que revisemos el “mito de la pareja”, la idea de que
el amor romántico debe conducir a una unión estable y permanente.
La
ciencia también cuestiona esas bases utópicas. En The myth of monogamy, por
ejemplo, la psiquiatra Judith Eve Lipton y el psicólogo David Barash recogen
datos que demuestran que la fidelidad sexual (otro de los conceptos importantes
en este tema) es solo una cuestión social. En su libro citan numerosos ejemplos
que demuestran que, en la naturaleza, es prácticamente inexistente: las pruebas
de ADN son concluyentes. Como nos recuerdan estos dos científicos, desde el
punto de vista evolutivo es claro que a los machos de todas las especies les
conviene “esparcir” sus espermatozoides en el mayor número posible de lugares.
Por eso, sus cuerpos (incluyendo, por supuesto, sus hormonas y sus cerebros,
base de su comportamiento) están diseñados para la promiscuidad: los machos de
casi todas las especies son fácilmente excitables por los estímulos novedosos.
Y según Lipton y Barash, a las hembras les ocurre algo similar en algunas
especies… como, por ejemplo, la humana. De lo contrario no serían explicables
rasgos físicos que parecen destinados a que las mujeres tengan muchas parejas
sexuales.
La
sociedad supera, poco a poco, el “síndrome del Arca de Noé”, el patrón uniforme
en que nos encorsetaba un mundo estructurado por y para parejas. En los últimos
treinta años el número de singles en nuestro país ha crecido en un 350%. En la
actualidad, aproximadamente diez millones de españoles (un 23% de la población)
no tienen una relación estable de pareja. Y lo previsible es que el número de
personas que prefiere participar en solitario en el juego de la vida aumente,
ya que la media europea se sitúa actualmente en un 30% de la población.
Si
deja de compensar mayoritariamente, la pareja se convertirá en un vínculo entre
los muchos posibles. Y será una opción a lo que solo se acogerían aquellos que,
de verdad, han encontrado una persona con la que merezca la pena quedarse largo
tiempo.
Leído en: Elconfidencial.com