«Roja». «Facha». «Vendida». «Entregada al poder». «Puta».
«Hija de la grandísima puta». «Cállate zorra». «No tienes ni puta idea de hacer
entrevistas, en una esquina serías mucho más eficiente». «Cerda». «Deberían
degollarte las tropas moras de Franco». «Solicito permiso para meterte en un
campo de concentración en el ala de violadores inmigrantes». Hace tres o cuatro
años que comencé a usar Twitter. No recuerdo la fecha exacta, pero sí que dos
amigos de TVE me abrieron la cuenta y me animaron a usarla. No tardé mucho en
engancharme e incorporar esta herramienta a mi trabajo. La verdad es que desde
el principio entendí cuál era la regla fundamental: que no había reglas.
Así que, una vez que decides estar, aceptas los debates que
se generan en torno a tu forma de entender el periodismo, sobre las entrevistas
del programa o sobre tu visión de la realidad. Aceptas también las críticas,
las rebates si crees que hay que hacerlo e incluso lees con atención aquellas
fundamentadas que pueden hacer que tu trabajo sea más riguroso. Pero un día
trazas una línea. Ni siquiera es el día en el que te llaman «puta» porque has
entrevistado a un político y le has apretado en algunas preguntas relacionadas
con la corrupción. Ese día muestras tu amargura por la falta de argumentos y el
exceso de machismo. Pero nada más. Semanas después te empiezan a llegar
amenazas de muerte directas a las que no das importancia porque piensas que
cualquier persona en Twitter desde el anonimato puede escribir ese tipo de
cosas. Sin embargo, otro día un amigo te pide que pongas ahí la línea roja. Te
pide que lo denuncies. La policía también te recomienda que lo hagas porque si
te ocurre algo no habrá que lamentar que se podría haber evitado.
Así que un día
festivo, aprovechando que no trabajas y que esas amenazas e insultos han ido a
más, decides ir a una comisaría y denunciarlo. Y ahí se queda el tema. Te
olvidas y sigues a lo tuyo. No eres la primera persona a la que le ocurre ni
serás la última. Meses después te llega a casa una carta certificada donde te
comunican que la justicia ha decidido que «puta» no es un insulto y que pedir
que te corten el cuello no es una amenaza. Y no te queda otra que aceptar. Si
se aceptara cada denuncia como esta colapsaríamos aún más los tribunales. Al
fin y al cabo, es Twitter. Por la calle nadie te ha dicho nunca semejante cosa.
Así que sigues a lo tuyo.
Y hace dos días escuchas al ministro del Interior decir que
hay que investigar Twitter porque es un lugar donde se insulta y amenaza. Y
lees que detienen a un joven por insultar e «incitar a la violencia en las
redes sociales». Debe ser que el ministro se acaba de abrir una cuenta en la
red. Y por eso no ha podido leer cosas anteriores contra Pilar Manjón, Irene
Villa y mucha otra gente. Es posible. O debe ser que no todos somos iguales.
Ana Pastor. Periodista.
Fuente: www.elperiodico.com