— Eh. Que me voy
a dar una vuelta.
— ¿A dónde?
— Por ahí.
Del que se va
solo sabemos que vive en Santander y que coge la puerta sin idea de a qué lugar
le llevarán sus pasos. Si resulta que es reincidente en esto de dar vueltas,
casi seguro que se encaminará a la construcción blanca, esa que marca el fin de
la tierra y el comienzo del azul profundo del Cantábrico; el faro de Cabo
Mayor, la torre que corona uno de los salientes de la laberíntica península de
la capital cántabra.
Aunque para
llegar hay opciones motorizadas -el autobús 13 tiene parada cerca del pie del
montículo sobre el que descansa el faro y existe un aparcamiento para los que
decidan usar el coche-, lo suyo es llegar a la torre vigía caminando. Basta con
empezar recorriendo la playa del Sardinero, el Sardi, para después emprender la
magnífica subida al faro. A medio camino, sorprende una playa recortada entre
los acantilados; Mataleñas. De apenas cien metros de arena y recogida, es una
ventana al mar, esculpida en la roca año a año, una escalinata de piedra conduce
a este menudo arenal, protegido del viento y cuya agua "está buenísima,
¡métete!", animan los conocedores del sitio.
Dependiendo del
tiempo que toque, la torre tiene el poder de cambiar el ánimo del espectador.
Con el cielo despejado, el faro parece un monolito de casi 90 metros salido de
la campiña inglesa, alegre y prometedor. En esas ocasiones solo queda sentarse
en las rocas que lo rodean y dejarse hipnotizar por el mar. Luego, mejor entre
semana, hay que subirse a la cafetería del faro, la única que hay, y esperar a
la puesta de sol. Si estamos solos nos podemos consolar con la compañía de unos
sabrosísimos chipirones y enjugarlos con una cerveza. En compañía, claro está,
son inevitables las fotos.
Si al subir la
colina nos encontramos con las amenazantes nubes santanderinas, fieles
vigilantes de la ciudad, la torre se nos mostrará oscura y cargada de
magnetismo e historias. Una cuenta que durante la Guerra Civil, los
republicanos despeñaron a algunos soldados golpistas por el acantilado. La
atracción, por su parte, aumenta al acercarse a la base de la construcción. Ahí
estaba la casa del farero que hoy en día se ha reconvertido en un centro de
arte. Una muestra de obras del pintor Eduardo Sanz, acompañada de objetos
recolectados durante años, todos relacionados con el mar y los faros
entretendrán al visitante (abierto todos los días; entrada gratuita). Durante
el paseo de vuelta uno piensa que podría haberse dado una vuelta por cualquier
otra parte de la ciudad, pero que realmente el faro era el único destino
posible.
Busca (y trata
de acercarte ya que la maleza no lo pone fácil) una cabaña en la ladera de la
colina del faro. En ella vive todo el año, o eso dicen, un amistoso grupo de
hippies. (Yo eso nunca lo vi)