A punto de preparar nuestra tercera mudanza en
pocos años, miro hacia atrás y sé que apretujar nuestra vida en una maleta y
mudarnos a otro país fue una de las mejores decisiones que hemos tomado jamás.
Porque cuando te marchas, cuando conviertes tu vida en viaje e incertidumbre,
creces.
Te enfrentas a nuevos retos, descubres en ti
facetas que desconocías, te sorprendes y te dejas sorprender por el mundo.
Aprendes y amplías tus perspectivas. Desaprendes y, a base de algún golpe y
unas cuantas lecciones, creces en humildad. Evolucionas. Añoras… y creas
recuerdos que ya no te abandonarán. Si alguna vez has vivido o viajado durante
una temporada lejos de casa, seguro que te sientes identificado con estas 17
cosas que cambian cuando vives en otro país.
1. La adrenalina no te abandona.
Desde el momento en el que decides marcharte, tu
vida se convierte en un vaivén de emociones, de lo inesperado, de aprendizaje e
improvisación. Los sentidos nunca duermen, y durante un tiempo destierras la
palabra rutina de tu vocabulario para dejar paso a la adrenalina. Nuevos
lugares, nuevas costumbres, nuevos retos, nuevas personas… La sensación de
comenzar de cero debería asustarte, pero resulta adictiva.
2. Pero, a la vuelta… todo sigue igual.
Así que, cuando vuelves unos días al hogar, te
sorprende que todo siga igual. Tu vida ha cambiado a un ritmo frenético, y
llegas cargado de vivencias y con unos días de vacaciones por delante. Pero en
casa todo transcurre a su ritmo habitual. Los demás siguen haciendo
malabarismos con las obligaciones cotidianas, y comprendes… que la vida no se
detiene para ti.
3. Te faltan, y te sobran, las palabras.
Cuando te preguntan cómo va todo, te cuesta
encontrar palabras adecuadas. Luego, sin embargo, tienes que morderte la lengua
porque a mitad de cada conversación te acuerdas de mil y una anécdotas y no
quieres parecer pretencioso o agobiar a los demás con batallitas de «tu otro
país».
4. Comprendes que la valentía está sobrevalorada.
Muchas personas te dirán que eres valiente, que
también querrían marcharse, pero no se atreven. Y tú, aunque también tuviste
miedo, sabes mejor que nunca que la valentía constituye, quizás, un 10% de las
grandes decisiones. El 90% restante son las ganas. ¿Te apetece? Hazlo. Cuando
damos el salto, ya no hay valientes ni cobardes: pase lo que pase, te enfrentas
a ello.
5. Y, de repente, eres más libre.
Es probable que seas tan libre como antes, pero la
sensación de libertad, ahora, es distinta. Si has escapado de la comodidad y
has logrado que todo funcione a cientos de kilómetros de tu hogar, sientes que
puedes hacer cualquier cosa.
6. Dejas de hablar un idioma en concreto.
Unas veces se te escapa una palabra en otro idioma;
otras solo se te ocurre una manera de describir algo… con aquella expresión
perfecta que no está en el idioma adecuado. Cuando convives con una lengua
extranjera, aprendes y desaprendes a la vez. Mientras interiorizas referentes
culturales e insultos en tu segunda lengua, te sorprendes esforzándote en leer
en tu lengua materna para que no se oxide. Como cuando Homer fue a una cata de
vinos y se le olvidó cómo conducir.
7. Aprendes a despedirte… y a disfrutar.
Pronto te das cuenta de que, ahora, muchas cosas y
personas son de paso, y el valor de la mayoría de situaciones se relativiza.
Perfeccionas el equilibro entre crear lazos y saber desprenderte de objetos y
recuerdos: una lucha perpetua entre nostalgia y pragmatismo.
8. Vives con dos de todo.
Con dos tarjetas SIM (una de ellas repleta de
teléfonos de todos los rincones del mundo), con dos carnés de la biblioteca,
con dos cuentas bancarias, con dos tipos de moneda que siempre, no sabes cómo,
acaban mezclándose cuando vas a pagar algo.
9. ¿Normal? ¿Qué es normal?
Vivir en otro país, como viajar, te enseña que
«normal» significa social o culturalmente aceptado. Así que, cuando te sumerges
en otra cultura y en otra sociedad, tu concepto de normalidad se resquebraja.
Aprendes que hay otras formas de hacer las cosas y, al cabo de un tiempo, tú
también adoptas aquella costumbre antes impensable. También te conoces mejor a
ti mismo, porque descubres cuáles son las cosas en las que de verdad crees y
cuáles, en cambio, son aprendidas.
10. Te conviertes en un turista en tu propia
ciudad.
Aquella atracción turística que tal vez no hubieras
visitado en tu país se suma a la lista de lugares que ver en tu nuevo hogar, y
pronto te conviertes en un experto en la ciudad. Pero, cuando alguien viene de
visita unos días y te pide recomendación, te cuesta escoger unas pocas
actividades: si fuera por ti, ¡les recomendarías visitarlo todo!
11. Aprendes a ser paciente y a pedir ayuda.
En otro país, la tarea más sencilla puede
convertirse en un reto. Tramitar papeles, encontrar la palabra adecuada, saber
qué autobús tomar. Siempre hay momentos de desesperación, pero pronto te armas
con más paciencia de la que nunca tuviste, y aceptas que pedir ayuda (en el
autobús, en la calle, a tus conocidos) no solo es inevitable, sino muy sano.
12. El tiempo se mide en pequeños momentos.
Como si mirases desde la ventanilla de un coche en
marcha, a lo lejos el tiempo parece transcurrir muy lento, mientras que de
cerca los detalles pasan a velocidad de vértigo. Desde la distancia, te llegan
noticias de cómo sigue la vida en casa: cumpleaños, personas que se van, fechas
señaladas que te perderás… En cambio, en tu nuevo hogar, el día a día va muy
deprisa. El concepto de tiempo se deforma tanto que aprendes a medirlo en
pequeños momentos, ya sea en un Skype con los de siempre o en una cerveza con
los nuevos.
13. La nostalgia te invade en el momento más
inesperado.
Un alimento, una canción, un olor. Cualquier
pequeñez basta para que, de repente, te inunde la añoranza. Echas de menos
detalles que nunca imaginaste (que levante la mano quien haya atesorado un bote
de tomate frito como si fuese el Anillo único), y darías lo que fuera para
poder transportarte, un instante, a aquel lugar. O para poder compartir la
sensación con alguien que te entienda…
14. Pero sabes que no es dónde, sino cuándo y cómo.
Aunque, en el fondo, sabes que no echas de menos un
sitio, sino una extraña y mágica conjugación del lugar, el momento y las
personas adecuadas. Aquel año en el que viajaste, compartiste tu vida con
personas especiales, fuiste tan feliz. En cada lugar donde has vivido queda un
pedacito de quien fuiste, pero a veces no basta con regresar a una ciudad para
dejar de echarla de menos.
15.
Cambias.
Leerás a menudo que hay viajes que cambian la vida.
Y, a pesar de los clichés, vivir en otro país es un viaje que te cambiará
profundamente. Sacudirá tus raíces, tus certezas y tus miedos. Vivir en
Edimburgo nos cambió para siempre, en muchos sentidos, y si no fuera por aquel
tiempo, hoy no estaríamos a punto de dar el siguiente paso en nuestras vidas.
Quizás no lo creas antes, o no te des cuenta durante. Pero algún día, lo verás
con una claridad pasmosa. Has evolucionado, tienes cicatrices, has vivido. Has
cambiado.
16. El hogar cabe en una maleta.
Desde el momento en el que tu vida cabe en una
maleta (o, si tienes suerte con tu aerolínea, en dos), lo que entendías por
hogar deja de existir. Casi todo lo que puedes tocar con las manos es
reemplazable; viajes adonde viajes, acumularás nueva ropa, nuevos libros,
nuevas tazas. Pero llegará el día en el que, en tu nueva ciudad, te invada la
sensación de estar en casa. El hogar es quien te acompaña, quien dejas atrás,
son las calles donde transcurre tu vida. El hogar también son los objetos al
azar que pueblan tu nuevo piso, aquellos de los que te desprenderás sin
remordimientos cuando llegue el momento de marcharte. El hogar son los
recuerdos, las conversaciones en la distancia con familia y amigos, un puñado
de fotografías. Home is where the heart is.
17. Y… no hay vuelta atrás.
Ahora ya sabes lo que significa renunciar a la
comodidad, comenzar desde el principio y maravillarte todos los días. Y el
mundo es tan grande… ¿que cómo renunciar a seguir descubriéndolo?