«La ley es tela de araña / no la teme el hombre rico / nunca la tema el que mande /pues la rompe el bicho grande / y solo enreda a los chicos».
Uno de los versos más populares en Martín Fierro (lo pronuncia el «moreno», discriminado por su color) define con precisión la sensación colectiva cada vez más afianzada entre los españoles de que la ley no es igual para todos. Una telaraña que atrapa al bicho pequeño pero casi nunca al grande dibuja un escenario de impunidad que mina la moral colectiva....
La impunidad es dejar sin castigo a quien infringió de forma evidente las normas o las leyes. El pueblo no puede juzgar porque no está preparado, y por eso ha delegado en los tribunales esa responsabilidad, pero ¿qué ocurre en el cuerpo social cuando se instala la creencia de que hay una impunidad jurídica selectiva? ¿Qué pasa cuando todo indica que, a mayor proporción del delito, menor es su persecución e inexistente el castigo? Ha quedado acreditado que los grandes evasores fiscales han salido impunes y amnistiados de su robo multimillonario, mientras que el bicho pequeño es perseguido sin tregua por el fisco. Nadie fue responsable de la muerte de 43 personas en el metro de Valencia, ni parece que vaya a haberlo en el tren de Santiago más allá del conductor (siempre el bicho pequeño). La muerte de cinco chicas aplastadas en el Madrid Arena podría saldarse con una pequeña condena al promotor, y eso sin hablar del Prestige, del que una década después supimos que «se hundió porque quiso», como escribió con retranca cáustica Manuel Rivas. Del caso Bárcenas hace tiempo que nos advierten -no se pregunten por qué lo saben- que pronto se archivará al «no poderse demostrar nada» de la financiación ilegal.
O sea, todo lo que usted y yo hemos visto y leído hasta ahora, al parecer, no prueba nada ni tiene validez jurídica. Sin embargo, impusieron dos años a la valenciana que usó una tarjeta de crédito encontrada para comprar comida; a los que propinaron un tartazo a la presidenta de Navarra les piden nueve años de cárcel, y cuatro a los profesores que reventaron con protestas un pregón en Guadalajara…
Cualquier libro de psicología social recoge las consecuencias de la falta de castigo a los peces gordos: aumenta la tentación de actuar al margen de la ley y puede llegar a provocar conductas agresivas y violentas. Si los poderes del Estado pierden el respeto a la ética y la legalidad, ¿por qué habrían de tenerlo los demás? A medio plazo, la huella que dejará la sensación de impunidad será la negación de la legitimidad del sistema. Ese es el peligro mayor, que nuestros gobernantes parecen no intuir. Y la solución no es la nueva ley que preparan de «seguridad ciudadana» para aplastar toda protesta social. En lugar de miedo al ciudadano, debieran tenerle respeto. O sea, basta de impunidad para el bicho grande.
Uno de los versos más populares en Martín Fierro (lo pronuncia el «moreno», discriminado por su color) define con precisión la sensación colectiva cada vez más afianzada entre los españoles de que la ley no es igual para todos. Una telaraña que atrapa al bicho pequeño pero casi nunca al grande dibuja un escenario de impunidad que mina la moral colectiva....
La impunidad es dejar sin castigo a quien infringió de forma evidente las normas o las leyes. El pueblo no puede juzgar porque no está preparado, y por eso ha delegado en los tribunales esa responsabilidad, pero ¿qué ocurre en el cuerpo social cuando se instala la creencia de que hay una impunidad jurídica selectiva? ¿Qué pasa cuando todo indica que, a mayor proporción del delito, menor es su persecución e inexistente el castigo? Ha quedado acreditado que los grandes evasores fiscales han salido impunes y amnistiados de su robo multimillonario, mientras que el bicho pequeño es perseguido sin tregua por el fisco. Nadie fue responsable de la muerte de 43 personas en el metro de Valencia, ni parece que vaya a haberlo en el tren de Santiago más allá del conductor (siempre el bicho pequeño). La muerte de cinco chicas aplastadas en el Madrid Arena podría saldarse con una pequeña condena al promotor, y eso sin hablar del Prestige, del que una década después supimos que «se hundió porque quiso», como escribió con retranca cáustica Manuel Rivas. Del caso Bárcenas hace tiempo que nos advierten -no se pregunten por qué lo saben- que pronto se archivará al «no poderse demostrar nada» de la financiación ilegal.
O sea, todo lo que usted y yo hemos visto y leído hasta ahora, al parecer, no prueba nada ni tiene validez jurídica. Sin embargo, impusieron dos años a la valenciana que usó una tarjeta de crédito encontrada para comprar comida; a los que propinaron un tartazo a la presidenta de Navarra les piden nueve años de cárcel, y cuatro a los profesores que reventaron con protestas un pregón en Guadalajara…
Cualquier libro de psicología social recoge las consecuencias de la falta de castigo a los peces gordos: aumenta la tentación de actuar al margen de la ley y puede llegar a provocar conductas agresivas y violentas. Si los poderes del Estado pierden el respeto a la ética y la legalidad, ¿por qué habrían de tenerlo los demás? A medio plazo, la huella que dejará la sensación de impunidad será la negación de la legitimidad del sistema. Ese es el peligro mayor, que nuestros gobernantes parecen no intuir. Y la solución no es la nueva ley que preparan de «seguridad ciudadana» para aplastar toda protesta social. En lugar de miedo al ciudadano, debieran tenerle respeto. O sea, basta de impunidad para el bicho grande.
Al Contrataque, Julia Otero |EL BICHO GRANDE |Viernes, 22 de noviembre del 2013, EL PERIÓDICO