Escribir, escribir, aunque se haga la hora de comer, aunque se haga la hora
de acostarse, aunque se haga la hora del gin-tonic. Escribir en medio
de los suicidios (que han aumentado); de los accidentes de coche (que se han
disparado); del consumo de ansiolíticos (que alcanza cifras desasosegantes).
Escribir como el que toma el gobierno de un barco a la deriva. Recibir las olas
de costado, surfear sobre los discursos vacíos acerca de Europa, entre las
arengas huecas de la recuperación, por debajo las embestidas de la mediocridad
reinante, de las acometidas del miedo, de los embates del conformismo.
Escribir como el que conduce un todoterreno por la selva. Atarse a la silla y
no cejar, no renunciar, no entregarse al agotamiento provocado por la corrupción
omnipresente; no renunciar a leer la letra pequeña de la podredumbre general,
llámese Blesa, Rato, María Tardón, Ignacio González, Gürtel, Esperanza Aguirre;
trátese de los cursos de formación no dados en Andalucía o en Madrid, del
agotador caso de los ERE… Escribir y avanzar, mientras escribes, por las cloacas
del Estado. No rendirse ante los sumarios de 1.000 folios, de 200 tomos, de 40
gigas de memoria. Preguntar por escrito cada día qué fue de los consejeros de
Caja Madrid que representaban a UGT, a CC OO, al PSOE, a IU. Escribir como el
que mea sobre la guarida del grillo, para que salga fuera y cante. Escribir para
que nos expliquen qué hacían allí, cuánto cobraban, por cuánto los compraron,
por qué cantidades se dejaron vender, que nos expliquen si han vuelto a sus
organizaciones y cómo han sido recibidos en ellas.
Escribir también pese a la fiebre. Sentarse a la mesa y agarrarse al portátil
como el que toma los mandos de una locomotora a punto de descarrilar. Escribir
aunque se haga la hora de la horca. No dimitir, en suma, no callar.
Juan José Millás para El País