La confusión es muy comprensible. La semana pasada, sin ir más lejos, conocimos el caso de un tesorero que pretexta haber carecido de firma autorizada en las cuentas de la fundación donde ejercía dicho cargo, y el de una articulista que cobraba 3000 euros por cada texto. Si lo primero les parece inverosímil, lo segundo, se lo digo yo, es un puro argumento de ficción. Pero el ventilador que esparce excrementos por doquier produce un singular efecto óptico. La lupa que agranda los objetos situados en primer término, desenfoca las figuras más distantes hasta lograr que pasen desapercibidas. En otras palabras, los árboles no nos dejan ver el bosque.
Sabemos quién entrega los sobres y quién los recibe, pero nunca quién los llena. Los concejales abrumados por las deudas se hacen tan tristemente famosos como los intermediarios horteras que exhiben rubias teñidas con medio kilo de silicona en cada mama, y parece que todo termina ahí. Mientras tanto, los corruptores, elegantes y discretos, casados con sus señoras de toda la vida, que disimulan las canas con un tinte de su color, riegan el jardín al acecho de otra oportunidad. Viven tranquilos, porque sus nombres, sus fotos, nunca aparecen en los titulares de los diarios. Si acaso, cuando casan a alguna nieta, en la prensa del corazón.
Ellos son el principio y el fin de la corrupción, los padres del monstruo que nos devora, pero nadie se atreve a denunciarlos. Está por ver que la justicia sea capaz de colmar las exigencias de la ciudadanía, pero incluso si investigara exhaustivamente las fortunas de los corruptos, los entramados financieros de los intermediarios, para producir sentencias ejemplares sin ir más allá, no habremos conseguido nada. Los corruptores no tardarán mucho en encontrar a un político endeudado, a un vividor con buenos contactos. Y todo volverá a empezar.
Almudena Grandes para El País
http://elpais.com/elpais/2013/01/25/opinion/1359112900_387494.html