Nada
ha cambiado. Casi cinco años después de haber escrito "España, estado de
corrupción" en esta misma columna, los principales titulares de la prensa
española continúan trufados de escándalos, de latrocinios cometidos por
politicastros de uno u otro signo que ahora ven la luz. Los ERE, Matas, Pujol…
No hay día en que no nos desayunemos con una nueva mala a sumar a todas las
anteriores. Tal es su proliferación que correríamos el riesgo de curarnos de
espanto, algo que sería nuestro fin definitivo como sociedad. Menos mal que
cada vez la calle habla más alto y, sobre todo, más claro a través del mejor
instrumento a su alcance, el voto. Mientras este sea el panorama predominante
en la política nacional, que se olviden las grandes formaciones de recuperar su
hegemonía. Lo llevan claro.
Dicho
esto, el nuestro sigue siendo un país sorprendente capaz de centrar el foco en
los instructores (caso de la juez Alaya) y no en los imputados o condenados o,
mejor aún, en aquellos que inevitablemente habían de conocer sus actividades y
siguen en los despachos; de tolerar que el defraudador confeso, como el
expresident de la Generalitat, sea a día de hoy demandante que no demandado, el
mundo al revés; que una consejera autonómica denuncie presiones para adjudicar
casi 700 millones de euros de un hospital a una constructora y nadie hable de
esta compañía, ni se pregunte si es así como ha llegado a donde está, forrando
a sus accionistas. Es tal la proliferación de noticias que escasea la reflexión
y faltan las preguntas esenciales. Prima la forma sobre el fondo. Así nos va.
De
hecho, seguimos anestesiados, incapaces de discriminar cuándo nos la quieren
meter doblada.
Es
verdad. Reaccionamos con indignación ante los hechos consumados, si bien nos
sigue interesando más el continente –quién– que el contenido –cuánto–, por más
que el dinero defraudado haya salido de nuestros bolsillos en forma de unos
impuestos cuya justificación queda tocada por este tipo de prácticas. No es
difícil oír en la calle "para que se lo lleven crudo estos, me lo quedo yo".
Algo que va más allá de un enunciado, pues supone la quiebra del pilar esencial
que legitima cualquier democracia: la confianza del representado en su
representante. Un proceso peligroso pues, a igualdad de inmorales, mejor
quedarse con el que no lo esconde. O con el que, al menos, ofrece esperanza por
vana que esta sea.
Lo
que nos lleva necesariamente a ese otro tipo de corrupción más sibilina que
también apuntábamos en 2009 al referirnos entonces a Zapatero y Rajoy y que
seguimos tolerando alegremente: la intelectual, la que persigue distorsionar la
realidad en beneficio propio, a veces de una manera tan chusca que da casi
risa, o simplemente prometer lo imposible. De ambas manifestaciones tenemos
experiencia extensa en estos años de profesionalización de la política
española. Basta mirar en qué se quedan los programas electorales una vez
concluidos los comicios para los que se elaboran, papel mojado convertido, en
el mejor de los casos, en arma arrojadiza. Es lo que tiene votar partido y no
persona a la que exigir cuentas.
Desgraciadamente,
a este vicio no son ajenas las nuevas formaciones que han ido apareciendo y han
capitalizado en forma de votos buena parte del descontento social. Si bien en
su génesis se podía justificar, debido a su modelo de construcción de ideario,
la agregación aleatoria de una serie de iniciativas en la mayoría de los
ámbitos, sencillamente, inviables, dicha bula desaparece cuando sus dirigentes
renuncian al necesario filtro a la hora de presentarlas como propuesta al
conjunto de la sociedad. Una dejación que los iguala con los actuales gobernantes
de uno y otro signo en el "cualquier cosa vale para conseguir una
papeleta". Con un agravante adicional, ellos sí juegan con la esperanza de
muchos.
Desde
estas mismas líneas hemos propugnado recurrentemente la reacción ciudadana a
través de las urnas como única vía para revertir la peligrosa dinámica en la
que ha entrado nuestra democracia y que lleva inexorablemente al desapego
ciudadano y a la creación de paraestados legales o ilegales como en Italia. Los
constantes casos de corrupción convierten ese llamamiento aún más perentorio.
De hecho, los ciudadanos ya están reaccionando, como ha quedado probado en las
últimas elecciones europeas. Para que el cambio logre los objetivos que todos
perseguimos, cada uno con su anhelo particular, la honestidad del elegido es
imprescindible. En sus actos y en sus ideas. Si ninguno está libre de pecado,
ni el aparentemente puro, apaga y vámonos.
S. Mccoy en El Confidencial
http://blogs.elconfidencial.com/economia/valor-anadido/2014-08-25/espana-estado-de-corrupcion-lo-que-va-de-pujol-a-podemos_179540/?utm_source=dlvr.it&utm_medium=facebook