Nunca pensé que me tocaría volver a discutir este tema desde tan abajo. Creí
que ese nivel básico de debate estaba superado, que era una obviedad, un logro
civil comúnmente aceptado. Ese fue mi primer error: todo avance colectivo puede
verse amenazado por un impulso reaccionario; no se debe bajar jamás la
guardia.
Así que heme aquí volviendo a teclear, 30 años después, el mismo abecedario
elemental sobre el aborto. Y así, repetiré que nadie está a favor del aborto: es
siempre un horror, una pena, un trauma. Y, desde luego, no es un método
anticonceptivo; de hecho, debemos fomentar por todos los medios el acceso a los
anticonceptivos para minimizar los embarazos no deseados (por cierto: a veces
quienes más protestan contra el aborto son también los más reticentes a la
contracepción). De lo que estamos a favor es de una ley justa que permita el
acceso igualitario a una intervención que, además de penosa, puede ser
peligrosa. Es evidente que hay grandes desigualdades sociales y culturales; hay
personas desprotegidas que no conocen bien los métodos anticonceptivos o no
tienen acceso a ellos: por dinero, por prejuicio social, por imposición
familiar. Y ni siquiera usando un método adecuado se está a salvo de un fallo:
el condón, por ejemplo, solo tiene un 98% de efectividad. Por no hablar de la
crueldad de no contemplar la malformación del feto como causa suficiente. Como
dice Mónica Arango, del Centro de Derechos Reproductivos, desde 1994 más de 30
países del mundo han liberalizado sus leyes de aborto. El retrógrado proyecto de
Gallardón (contestado incluso desde el PP) nos descolgaría del entorno europeo y
nos dejaría al nivel de la ultracatólica Polonia y de Malta. Con esta ley se
seguirá abortando igual, solo que las ricas lo harán con garantías y en el
extranjero y las pobres en una carnicera mesa de cocina. Ya hemos vivido
eso.
Rosa Montero par El País