Hoy
en vodeviles culturales celtibéricos: Adolfo Suárez y Fernando Abril Martorell
van a la ópera con sus esposas. Corría el año 1978. El presidente y el
vicepresidente del Gobierno llegaron al teatro, se sentaron, arrancó la
función... y cinco minutos después escaparon de allí como alma que lleva el
diablo. Suárez explicaría luego la espantada a algunos allegados: "Las
dejamos allí [a sus esposas], y Fernando y yo vinimos a Moncloa para ver el
partido de fútbol que daban en la tele". Conclusión: Si de cultura
hablamos, Suárez era más de ópera bufa que de ópera.
En
efecto, la pasión por la cultura no era el fuerte de Adolfo Suárez (Ávila,
1932-Madrid, 2014). "Su universal ignorancia sorprendió a una dama tan
poco inclinada a las veleidades intelectuales como Margaret Thatcher, cuando
vino a España", escribió Gregorio Morán en la biografía Adolfo Suárez.
Ambición y destino (Debate, 2009), donde se recoge la performance
operística.
Morán,
biógrafo de referencia sobre el político, contaba también que Suárez
"nunca leyó un libro de la primera página a la última" y que una vez
"avanzó mucho" con el best-seller Papillon "pero se cansó antes
de terminarlo". Conclusión inquietante de Morán: "Su desdén por la
cultura y por aprender cosas que luego sirvieran para el ejercicio de la
política fue tan notorio, que cabe preguntarse si entre sus preocupaciones
estaba la de superar su ínfimo nivel cultural, evitándose levantar
sospechas".
Y
es que, a Suárez no le hizo ninguna falta culturizarse para subir en el
escalafón franquista; le bastó con "buscarse padrinos políticos",
según Morán.
No
obstante, una vez alcanzado el poder,
los chascarrillos sobre su incultura, salidos de la boca de aliados y
enemigos políticos, se hicieron frecuentes. En la UCD, vaya, no se acababan de
tomar en serio al político. Cuentan que Fernando Abril Martorell le espetó una
vez: "Adolfo, hombre, lee algún libro de vez en cuando, que no
muerden". Y eso que Martorell era uno de sus pocos amigos íntimos dentro
del partido.
En
efecto, había mucho ji-ji ja-ja clasista entre los patas negras de la UCD a
cuenta de la fragrante incultura de su líder. Su alergia a los libros era, de
hecho, la gota que colmaba el vaso. La demostración de que ese chico de
provincias, que no pertenecía a ninguna de las grandes familias del
establishment franquista, no había sido educado en ninguno de sus colegios de
élite y no partía con grandes recursos económicos, no debía estar allí
dirigiendo el cotarro.
Sucede
que no existe ningún tratado que relacione directamente mayor cultura con mayor
éxito político. Así que, ante la estupefacción de los muchos aspirantes
conservadores a pilotar la Transición, Suárez no sólo fue elegido por el Rey y
Torcuato Fernández Miranda para hacerlo, sino que ganaría luego las primeras
elecciones generales.
Pero
vamos al lío: ¿Hay alguna relación entre la incultura de Suárez y las políticas
culturales de su gabinete? O dicho de otro modo: ¿Un presidente inculto está
capacitado para dejar una huella cultural profunda? Y relacionado con todo
ello: ¿Por qué fue el PSOE el que acabó hegemonizando el campo cultural en lugar
de la UCD?
Los
mandatos de José María Aznar y Mariano Rajoy parecen demostrar que sus
intereses culturales personales (altos en el caso de Aznar, bajos en el caso de
Rajoy) influyeron en la energía política gastada por cada uno (Aznar: mucha;
Rajoy: ninguna) en la cosa cultural.
Rajoy,
eso sí, siempre podrá alegar que a) Aznar tuvo vacas gordas presupuestarias y
que b) la actual urgencia económica hace imposible priorizar la cultura.
Excusas que bien podrían servir para justificar el pasotismo cultural de
Suárez: a finales de los setenta no sólo había otra crisis económica mundial de
campeonato sino que, para colmo, se acumulaban todo tipo de urgencias -reforma
política, Constitución, legalización oposición, etc- que se anteponían a las
culturales. Que Suárez no tenía tiempo para andar leyendo novelitas,
caramba.
Pero
con él las cosas nunca eran exactamente lo que parecían. La paradoja del
desinterés cultural de Suárez es que su gran logro estratégico presidencial
fue, sobre todo, un logro cultural: la desmovilización de la cultura, proceso
clave para que la vía reformista se impusiera a la rupturista durante la
Transición.
La
gran jugada de Suárez, esa que acabó con el PC legalizado, Carrillo engatusado,
los sindicatos cambiando la calle por los despachos (Pactos de la Moncloa) y la
izquierda cultural dando vivas al Rey y a las subvenciones, tuvo mucho, en efecto,
de maniobra cultural.
En
un periquete, de la beligerante y conflictiva cultura antifranquista, que
inició la Transición en tromba, pasamos a la
festiva y apolítica cultura de la democracia. El duelo por la muerte del modelo cultural
politizado se llamó "el desencanto". La celebración del nuevo modelo cultural posmoderno se llamó "la
movida".
Un
proceso de metamorfosis cultural cuyos frutos recogería luego el PSOE en forma
de alianza estratégica con una intelectualidad que había pasado de ir contra el
Estado (franquista) a ser financiada generosamente por el Estado (democrático),
pero cuyo trabajo sucio previo hizo la UCD. "La inclinación a gobernar
desde arriba el proceso de democratización en su conjunto, también en la esfera
cultural, se evidenció en las similitudes mostradas por la UCD y el PSOE a la
hora de intentar contener los movimientos sociales y las propuestas surgidas en
el seno de la eufórica sociedad civil que eclosiona durante la Transición.
Dicha contención se realizó a través del vaciamiento de la conflictividad
ideológica", cuenta Giulia Quaggio en La cultura en Transición.
Reconciliación y política cultural en España 1976-1986 (Alianza, 2014).
No
obstante, a diferencia del PSOE, la UCD fue incapaz de establecer puentes
sólidos con el mundo de la cultura. Primero, porque la relación de la UCD con
el franquismo era entonces demasiado evidente para la progresía cultural.
Segundo,
porque la UCD seguía teniendo tics anticulturales del antiguo régimen: durante
la presidencia de Suárez se censuraron decenas de ensayos (Los atentados contra
Franco), películas (El crimen de Cuenca) y obras de teatro (La Torna). Los
atentados de grupúsculos de extrema derecha contra librerías progresistas
tampoco ayudaron precisamente a limar asperezas entre el Gobierno y la cultura.
Por
otro lado, los presupuestos del ministerio de Cultura eran todavía irrisorios
en comparación con el futuro desparrame de gasto cultural socialista
(1982/1986). La UCD puso pues en marcha el nuevo modelo cultural entre 1977 y
1982, pero no logró asentarlo ni mucho menos, como demuestra la rapidez con que
se fueron carbonizando sus diferentes ministros culturales: Pío Cabanillas,
Manuel Clavero, Ricardo de la Cierva, Íñigo Cavero y Soledad Becerril, un
ministro de Cultura cada 13 meses. Pero no importó, la tarea cultural más
importante del mandato de la UCD (desactivar culturalmente a la izquierda
rupturista) se había llevado a cabo con éxito. Y no lo había logrado ningún
ministro de altos vuelos intelectuales, sino ese gran inculto llamado Adolfo
Suárez. Al presidente no le había hecho falta leer ningún ensayo sesudo para
llevarse al huerto a Carrillo a base de desplegar todo su encanto
personal.
Aunque
buena parte de la derecha machacó a Suárez tras la legalización del PCE por
considerar que estaba haciendo demasiadas concesiones a la izquierda, su
política de brazo tendido acabó dando resultados: Suárez neutralizó al PCE, al
meterle en la política institucional a cambio de sacarle de la conflictividad
social, e inició el proceso de despolitización de la cultura en España.
Como
casi todo lo relacionado con Suárez, antaño burlado y achicharrado y ahora
llorado y mitificado, su desinterés por la cultura tiene un significado
político ambivalente. No hay más que analizar esta anécdota contada por Gregorio
Morán sobre la relación del político con la literatura de Gabriel García
Márquez: "Suárez no leyó un libro en su vida. Yo creo que no leyó ni los
de la carrera de Derecho. Pero, claro, un día tuvo que hablar sobre la novela
Cien años de soledad, de García Márquez. Le prepararon un resumen de dos
folios, los memorizó y tuvo una intervención brillantísima. Parecía que era su
libro de cabecera". Moraleja: He aquí el Suárez político en estado puro;
con su ya legendaria capacidad para dar gato por liebre con la mejor de las
sonrisas y el más entusiasta de los convencimientos.
"A
una persona de estas características [sin cultura] se le exige para triunfar,
además de un encanto personal -al que él debió posiblemente el 70 por ciento de
su carrera-, una gran sensibilidad para percibir dónde está el poder y cómo
llegar a él", razona Morán.
Conclusión:
Suárez suplió sus graves carencias culturales con una mezcla de astucia
política, encanto personal y dotes interpretativas. "En la superficie de
todo político hay un par de papeles superpuestos: el del vendedor, que exalta
su mercancía, y el del actor, que representa la figura del hombre sencillo, tan
natural como nosotros mismos. Quizás el secreto mejor guardado de su vida se
redujera a algo tan difícil e inasequible como eso: que Adolfo Suárez acabó
siendo lo que nosotros quisimos que fuera. Siempre habrá un Suárez para cada
uno", zanja Morán.
Ponga,
pues, un Suárez en su vida. Suárez, el falangista. Suárez, el comunista.
Suárez, el centrista. Y ya cuesta abajo y sin frenos, Suárez, el intelectual. Y
así todo.
Carlos Prieto en el Confidencial.com