¿Se
puede construir algo hermoso desde el dolor? ¿Se pueden derribar los muros de
lo acontecido, de lo que nos golpea duramente a la puerta y nos llama a
abandonarnos en el olvido y buscarle los
colores a lo que ya se había
oscurecido? La historia de Frida nos
dice que sí.
Frida
pintaba los días de color azteca. Buscaba en la reivindicación de la bandera de ese pueblo que amaba, ahogar
los gritos que bramaban en su pecho como queriendo salir. Cada cuadro nos
habla, y pareciera invitarnos a reconstruir como piezas de un rompecabezas
macabro, las piezas de cuerpo y alma de una mujer a la que la vida nunca
terminaba de desarmar. Después de los accidentes que sufriera y que la dejaran
sin la libertad del andar, enarbolaba aún el brillo de sangre que la haría
única en una sociedad que, escandalizada, contemplaba impávida cómo había
sabido superar el dolor de la pérdida de 8 embarazos, y los plasmaba en trazos
sangrientos que asestaban a la cara de los magnates que preferían verla como
una muestra de excentricidad (“Henry Ford Hospital” es una muestra inefable de
ello).
Genuina,
Frida escribía en una oportunidad: “Tuve dos accidentes en mi vida: el primero,
el del autobús, el segundo; Diego”. Rivera contribuía al espíritu desenfrenado
de Frida. Miembros del Partido Comunista de su país, se fundieron en una pareja
de esas de culebrón mexicano, repleta de idas y vueltas, donde la práctica del
amor libre, y la ausencia de propiedad privada de los sentimientos se traducía
en miles de secuencias de infidelidades y aventuras; y en un acompañamiento
ciego en el frondoso camino del arte que le esperaría.
Frida
se reinventaba una y otra vez; surgía de los sombríos momentos estallando en
los mil colores de una América que no se dejaba de imaginar, revolucionaria se
conducía a través del llanto escapando a las frivolidades y a los escaparates
mágicos que venían desde Gringolandia, llevando como estandarte el hambre de
miles de campesinos mexicanos, la defensa de la mujer como ser divino, la lucha
contra los mandatos sociales y las “buenas costumbres”. Frida evade con fe
siniestra la falta; y se llena, se completa, se vuelve universo a partir del
deseo. El deseo la nubla y le alivia el dolor de la pierna que le falta, el
deseo la abraza cada vez que la mala suerte y su cadera maltrecha le arrebatan
los hijos; el deseo le impide ver que el amor de su vida se le pierde entre mil
sábanas arremolinadas, pero por sobre todas las cosas; es el deseo el que le
permite superarse; y aún en los tiempos más difíciles en los que el trazo ya no
la acompaña con precisión, Frida pinta con justicia los colores de un mundo
amerindio donde los campesinos, los aborígenes y los proletarios, son dueños de
la tierra que los vio nacer, y los pinta con convicción hasta su puta muerte.
Los pinta, a medida que los colores de su vida se apagan, sin miedo posible.
Trazos de colores estridentes, los colores de México, autorretratos donde la
crudeza convive con lo bello de su realidad, desnuda su pata de palo, vestida
de hombre y con posición viril, después llegarían las máscaras y las
naturalezas muertas que testifican silenciosas su agonía, hasta las postreras
horas de la pintura más comprometida, en la que su voz, la de la revolucionaria
del pincel profiriera alaridos de política convicción.
El
sufrimiento ha hecho de Frida quien es: no un icono mercantil plasmado en
zapatillas y artículos de moda. La ha hecho una iconoclasta del tiempo en que
las tierras y los campesinos mexicanos parecían haber nacido con otros dueños;
en una época sesgada por el miedo a que la virtud clásica se viera opacada por
lo mundano, por lo natural. La ha hecho ser Frida como ninguna otra hubiese podido
serlo.
Por Martina Kaniuka
Leído en: http://cracmagazine.wordpress.com/2013/10/06/simplemente-frida/