La marea se cubre, se descubre, se recubre y
siempre anda desnuda.
La marea se teje y se desteje, se abraza y se
divide, nunca es la misma y nunca es otra.
La marea, escultora de formas que duran lo que dura
su oleaje.
La marea pule conchas, rompe rocas.
La marea siempre al asalto de sí misma.
La marea, oleaje de sílabas de la palabra
interminable, sin fin y sin principio, que le dicta la luna.
La marea es rencorosa y ciertas noches, al golpear
el peñasco, anuncia el fin del mundo.
La marea, transparencia coronada de espumas que se desvanecen.
La perpetua marea, la inestable, la puntual.
La marea y sus puñales, sus espadas, sus banderas
desgarradas, la derrotada, la victoriosa.
La marea, baba verde.
La marea, adormecida sobre el pecho del sol, sueña
con la luna.
La marea azul y negra, verde y morada, vestida de
sol y desvestida de luna, centelleo del mediodía y jadeo de la noche.
La marea nocturna, rumor de pies descalzos sobre la
arena.
La marea, al amanecer, abre los párpados del día.
La marea respira en la noche profunda y, dormida,
habla en sueños.
La marea que lame los cadáveres que arroja a la
costa.
La marea se levanta, corre, aúlla, derriba la
puerta, rompe los muebles y después, a la orilla, calladamente, llora.
La marea, la demente que escribe sobre la roca
signos indescifrables, signos de muerte.
Los secretos de la marea los guarda la arena.
¿Con quién habla toda la noche la marea?
La marea es proba y, a la larga, devuelve todos sus
ahogados.
La tormenta vino y se fue, la marea se queda.
La marea afanosa lavandera de las inmundicias que
dejan los hombres en la playa.
La marea no recuerda de dónde viene ni sabe a dónde
va, perdida en su ir y venir entre ella misma y sí misma.
Allá, por los acantilados, la marea cierra el puño
y amenaza a la tierra y al cielo.
La marea es inmortal, su tumba es su cuna.
La marea, encadenada a su oleaje.
Melancolía de la marea bajo la lluvia en la indecisa
madrugada.
La marea abate la arboleda y se traga al poblado.
La marea, la mancha oleaginosa que se extiende con
sus millones de peces muertos.
La marea, sus pechos, su vientre, sus caderas, sus
muslos bajo los labios y entre los brazos impalpables del viento en celo.
El chorro de agua dulce salta desde la peña y cae
en la amarga marea.
La marea, madre de dioses y diosa ella misma,
largas noches llorando, en las islas de Jonia, la muerte de Pan.
La marea infectada por los desechos químicos, la
marea que envenena al planeta.
La marea, la alfombra viviente sobre la que andan
de puntillas las constelaciones.
La marea, la leona azuzada por el látigo del huracán,
la pantera domada por la luna.
La mendiga, la pedigüeña, la pegajosa: la marea.
El rayo hiende el pecho de la marea, se hunde,
desaparece y resucita, vuelto un poco de espuma.
La marea amarilla, la plañidera y su rebaño de
lamentos, la biliosa y su cauda de rezongos.
La marea, ¿anda dormida o despierta?
Cuchicheos, risas, susurros: el ir y venir de la
marea entre los jardines de coral del Pacífico y del Indico, en la ensenada de
Unawatuna.
La marea, horizonte que se aleja, espejo hipnótico
donde se abisman los enamorados.
La marea con manos líquidas abre la extensión
desierta que puebla la mirada del contemplativo.
La marea levanta estas palabras, las mece por un
instante y después, con un manotazo, las borra.
Octavio Paz - Ejercicio de tiro