Yo ya no sé si, entre el grueso de la población, muchos se acuerdan de cómo
nos regimos, ni de por qué. Cuando se decide convivir en comunidad y en paz, se
produce, tácitamente o no, lo que suele conocerse como “contrato o pacto
social”. No es cuestión de remontarse aquí a Hobbes ni a Locke ni a Rousseau,
menos aún a los sofistas griegos. Se trata de ver y recordar a qué hemos
renunciado voluntariamente cada uno, y a cambio de qué. Los ciudadanos deponen
parte de su libertad de acción individual; abjuran de la ley del más fuerte, que
nos llevaría a miniguerras constantes y particulares, o incluso colectivas; se
abstienen de la acumulación indiscriminada de bienes basada en el mero poder de
adquirirlos y en el abuso de éste; evitan el monopolio y el oligopolio; se dotan
de leyes que ponen límites a las ansias de riqueza de unos pocos que empobrecen
al conjunto y ahondan las desigualdades. Se comprometen a una serie de deberes,
a refrenarse, a no avasallar, a respetar a las minorías y a los más
desafortunados. Se desprenden de buena parte de sus ganancias legítimas y la
entregan, en forma de impuestos, al Estado, representado transitoriamente por
cada Gobierno elegido (hablamos, claro está, de regímenes democráticos). Por
supuesto, dejan de lado su afán de venganza y depositan en los jueces la tarea
de impartir justicia, de castigar los crímenes y delitos del tipo que sean: los
asesinatos y las violaciones, pero también las estafas, el latrocinio, la
malversación del dinero público e incluso el despilfarro injustificado.
A cambio de todo esto, a cambio de organizarse delegando en el Estado –es
decir, en el Gobierno de turno–, éste se compromete a otorgar a los ciudadanos
una serie de libertades y derechos, protección y justicia. Más concretamente, en
nuestros tiempos y sociedades, educación y sanidad públicas, Ejército y policía
públicos, jueces imparciales e independientes del poder político, libertad de
opinión, de expresión y de prensa, libertad religiosa (también para ser ateo).
Nuestro Estado acuerda no ser totalitario ni despótico, no intervenir en todos
los órdenes y aspectos ni regularlos todos, no inmiscuirse en la vida privada de
las personas ni en sus decisiones; pero también –es un equilibrio delicado–
poner barreras a la capacidad de dominación de los más ricos y fuertes, impedir
que el poder efectivo se concentre en unas pocas manos, o que quien posee un
imperio mediático sea también Primer Ministro, como ha sucedido durante años con
Berlusconi en Italia. Son sólo unos pocos ejemplos.
Lo cierto es que nuestro actual Gobierno del PP y de Rajoy, en sólo dos años,
ha hecho trizas el contrato social. Si se privatizan la sanidad y la educación
(con escaso disimulo), y resulta que el dinero destinado por la población a eso
no va a parar a eso, sino que ésta debe pagar dos o tres veces sus tratamientos
y medicinas, así como abonar unas tasas universitarias prohibitivas; si se
tiende a privatizar el Ejército y la policía, y nos van a poder detener
vigilantes de empresas privadas que no obedecerán al Gobierno, sino a sus jefes;
si el Estado obliga a dar a luz a una criatura con malformaciones tan graves que
la condenarán a una existencia de sufrimiento y de costosísima asistencia médica
permanente, pero al mismo tiempo se desentiende de esa criatura en cuanto haya
nacido (la “ayuda a los dependientes” se acabó con la llegada de Rajoy y
Montoro); es decir, va a “proteger” al feto pero no al niño ni al adulto en que
aquél se convertirá con el tiempo; si las carreteras están abandonadas; si se
suben los impuestos sin cesar, directos e indirectos, y los salarios se congelan
o bajan; si los bancos rescatados con el dinero de todos niegan los créditos a
las pequeñas y medianas empresas; si además la Fiscalía Anticorrupción debería
cambiar de una vez su nombre y llamarse Procorrupción, y los fiscales y jueces
obedecen cada día más a los gobernantes, y no hay casi corrupto ni ladrón
político castigado; si se nos coarta el derecho a la protesta y la crítica y se
nos multa demencialmente por ejercerlo …
Llega un momento en el que no queda razón alguna para que los ciudadanos
sigamos cumpliendo nuestra parte del pacto o contrato. Si el Estado es
“adelgazado” –esto es, privatizado–, ¿por qué he de pagarle un sueldo al
Presidente del Gobierno, y de ahí para abajo? ¿Por qué he de obedecer a unos
vigilantes privados con los que yo no he firmado acuerdo? ¿Por qué unos soldados
mercenarios habrían de acatar órdenes del Rey, máximo jefe del Ejército? ¿Por
qué he de pagar impuestos a quien ha incumplido su parte del trato y no me
proporciona, a cambio de ellos, ni sanidad ni educación ni investigación ni
cultura ni seguridad directa ni carreteras en buen estado ni justicia justa, que
son el motivo por el que se los he entregado? ¿Por qué este Gobierno delega o
vende sus competencias al sector privado y a la vez me pone mil trabas para
crear una empresa? ¿Por qué me prohíbe cada vez más cosas, si es “liberal”,
según proclama? ¿Por qué me aumenta los impuestos a voluntad, si desiste de sus
obligaciones? ¿Por qué cercena mis derechos e incrementa mis deberes, si tiene
como política hacer continua dejación de sus funciones? ¿Por qué pretende ser
“Estado” si lo que quiere es cargárselo? Hemos llegado a un punto en el que la
“desobediencia civil” (otro viejo concepto que demasiados ignoran, quizá habrá
que hablar de él otro día) está justificada. Si este Gobierno ha roto el
contrato social, y la baraja, los ciudadanos no tenemos por qué respetarlo, ni
que intentar seguir jugando.
Javier Marías para El País