Todos los días se publican nuevos datos que parecen indicar que la crisis se
acaba. Yo no dudo, ni quiero dudar, de que las cosas estén mejorando; y aunque
esa mejoría tardará en llegar a la gente de la calle, también quiero creer que
hay cierta esperanza. Pero no puedo evitar la sensación de que este arreglo es
un parche; que la situación se repetirá; que no hemos cambiado; que nos estamos
comportando con una estupidez tan impermeable a la realidad que resulta suicida.
Por ejemplo: el presidente de Ford España dijo hace un par de meses que
volveremos rápidamente a un mercado de 1,5 millones de coches, y la prensa
trompeteó alegremente que el automóvil se reivindica como motor económico para
salir de la crisis. ¿De verdad es eso una buena noticia? Comprendo que es un
sector con muchísimos trabajadores y que, naturalmente, quieren conservar su
empleo. Pero perpetuar este viejo modelo de hiperconsumo contaminante, ¿es lo
que necesitamos, es lo que queremos? Da igual que en Estados Unidos se les
congelen hasta las pestañas y que el asesor científico de Obama lo achaque al
cambio climático; da igual que tifones y tsunamis asolen el mundo y que el
delegado filipino en la Cumbre del Clima se ponga en huelga de hambre para pedir
medidas contra el calentamiento global (no consiguió nada): todos seguimos
cometiendo el mismo disparate desarrollista y aún lo empeoramos, como sucede con
la locura del fracking, que no sólo revienta el equilibrio ecológico,
sino que, además, libera ingredientes cancerígenos (cien compuestos químicos con
efectos hormonales para los humanos). Por no mencionar que nadie ha pagado por
la nefasta gestión económica: por ejemplo, los directivos españoles aumentaron
sus salarios en 2013 un 7% pero bajaron los de sus empleados. Son los tipos que
nos llevaron a la crisis y ahí siguen, medrando. No aprendemos.
Rosa Montero para El País