Muy pocas personas miran fijamente a los ojos cuando hablan
con sus interlocutores. Debido a la falta de seguridad, o de costumbre, suelen
desviar la mirada a la nariz o la boca. Sin embargo, hay quienes no saben mirar
de otro modo, clavando sus ojos de forma directa, franca y honesta. Y cuando
uno se encuentra con alguien que mira así, muchos se pueden sentir algo
incómodos e incluso intimidados.
No es casualidad que a estas personas se le cuelgue el
sambenito de desafiadores. Quienes van de cara por la vida suelen irradiar un
aura de poder y fuerza. De hecho, suelen ser individuos que enseguida están al
mando de la situación. Nadie pone en duda que son líderes natos. Y que
desprenden un magnetismo de lo más seductor. Sin embargo, su liderazgo a menudo
deviene en autoritarismo, en especial cuando se sienten amenazados. Es entonces
cuando aflora su enorme visceralidad, arremetiendo con dureza y agresividad a
quienes se atreven a confrontarlos.
Están tan acostumbrados a imponer su voluntad sobre los
demás que no soportan que nadie les diga lo que tienen que hacer. Poseen madera
de jefes y algún que otro rasgo de tiranos. Más que respeto, los demás les
tienen miedo. No es muy recomendable cuestionar su autoritarismo. Ni mucho
menos discutir o pelearse con ellos. Cuando piensan que alguien ha actuado de
manera injusta, se sienten legitimados a contraatacar de forma violenta. El
fuego que anida en sus entrañas tan solo necesita de una pequeña chispa para
estallar en llamas, quemando todo aquello que obstaculiza su paso.
El justiciero que llevan dentro quienes viven a la defensiva
les dota de una fuerza sobrenatural, ayudándoles a desarrollar un instinto
protector al servicio de los suyos, o de aquellos que consideran más
vulnerables y débiles. Y para no perder el dominio de sí mismos, tratan
desesperadamente de controlar cualquier situación. Los individuos que poseen
este tipo de personalidad no resultan fáciles de conocer. Viven detrás de una
coraza. Cuanto más en conflicto entran con los demás, más se protegen y se
encierran en sí mismos. En casos extremos terminan por aislarse de su entorno
social, pudiendo llegar a vivir como ermitaños.
Una historia refleja la clave para deshacerse de esa
protección excesiva. Un viejo pescador vivía completamente solo en una playa
alejada del pueblo. Harto de discusiones, conflictos y peleas, llevaba años sin
relacionarse con nadie. Se había convertido en un hombre frío y distante, que
pasaba los días leyendo y pescando. Un día salió a navegar con su pequeña barca
en alta mar. De pronto apareció un bote que chocó frontalmente contra el del
pescador. Este se pegó tal susto que dio un salto y cayó directamente al agua.
Mientras nadaba para volver a subir a su barca, empezó a
maldecir al tripulante del otro bote. “¡Pero ¿Cómo has podido chocar contra
mí?! ¡Con lo grande que es el mar! ¡Maldito seas! ¡Ya verás como te coja!”. Al
conseguir sentarse y recuperar la compostura se dio cuenta de que allí no había
nadie más. Era un bote a la deriva. El viejo pescador estaba empapado, rabioso
y sin nadie a quien culpar. De pronto, por primera vez en mucho tiempo, emitió
una enorme carcajada. Algo en su interior hizo clic. Y esa misma tarde se dejó
caer por el bar del pueblo.
Para que estos desafiadores bajen la guardia es fundamental
que comprendan las motivaciones ocultas que les llevaron a tomar el escudo y a
desenfundar la espada en primer lugar. Por más que les moleste reconocerlo, son
como los cangrejos: muy duros por fuera y extremadamente blanditos por dentro.
Su apariencia hostil y fuerte no es más que una fachada, un mecanismo de
defensa que han desarrollado desde niños para que nadie vuelva a hacerles
daño. Y también para tratar de que nada, ni nadie, pueda dominarlos.
Quienes viven tras una coraza comparten un mismo tipo de
recuerdo. En muchos casos, algo sucedió cuando todavía eran niños inocentes e
indefensos. Tal vez un cambio de colegio. Una separación de los padres. Un
accidente. Abusos y maltratos de cualquier tipo, o la muerte de un ser querido.
No importa tanto el qué, sino cómo interpretó el suceso la persona que lo
vivió. A raíz de afrontar alguna situación adversa suele tomar conciencia
–siendo todavía muy niño– de que el mundo es un lugar amenazante, injusto y
violento, donde solo los fuertes y los duros consiguen sobrevivir.
Esa es precisamente su herida. La que nace de haber
conectado con su propia vulnerabilidad. Al negar y condenar esta debilidad, esa
persona empieza a construir, ladrillo a ladrillo, una muralla que lo proteja de
volver a sufrir. Paradójicamente, al vivir a la defensiva, con el tiempo se
convierten en adultos controladores y dominantes. Y también hiperreactivos. Es
decir, que están a la que saltan. Por eso suelen mostrarse tan agresivos y
cosechan multitud de conflictos.
Los problemas derivados de este tipo de actitud van más
allá. Una vez cesa la lucha, estas personas tienden a culpar a los demás por el
sufrimiento que han experimentado. Y al hacerlo, se sienten legitimados para
castigar a sus supuestos agresores. Pueden llegar incluso a vengarse de ellos
de forma cruel. Al mismo tiempo también se culpan a sí mismos del sufrimiento
que consideran que han causado a los demás. Es entonces cuando, en un intento
desesperado por redimirse, pueden llegar a hacerse daño a sí mismos, tanto
física como emocionalmente.
Llegados a este punto, cabe diferenciar entre el dolor
físico y el sufrimiento emocional. Es cierto que tenemos el poder de matarnos
unos a otros. Pero nadie nos ha hecho sufrir sin nuestro consentimiento. Los
demás pueden tomar decisiones que nos perjudican directamente, o comportarse de
una forma con la que no estamos de acuerdo. Pueden incluso insultarnos a la
cara. Pero analizamos estas situaciones detenidamente, nos damos cuenta de que
lo que sentimos no tiene tanto que ver con lo que ha sucedido, sino con nuestra
interpretación de los hechos.
El punto de inflexión en la vida de quienes viven detrás de
una coraza llega el día en que empiezan a cuestionar una creencia tan falsa
como limitante: “Los demás son la causa de mi sufrimiento”. Es entonces cuando
comprenden que el poder –el de verdad– no consiste en vivir a la defensiva o
tratar de controlar, sino en ser verdaderamente dueños de sí mismos. Para
lograrlo, han de dejar de ser reactivos para empezar a cultivar la
responsabilidad. Es decir, deben aprender el arte de responder de forma proactiva
frente a cada situación adversa y cada persona conflictiva con la que se
cruzan.
La culpa existe en una sociedad victimista, una que condena
el hecho de que las personas necesitemos cometer errores para evolucionar. Por
ello, el gran aprendizaje vital de estos desafiadores pasa por perdonarse a sí
mismos por los errores cometidos en el pasado, lo que les permitirá liberarse
del sentimiento de culpa que cargan a sus espaldas. Ese es precisamente el
significado de la palabra “inocencia”: el estado del alma libre de culpa. Solo
así pueden perdonar a quienes consideran que les agredieron: llegando a
comprender que, más que maldad, el motor de los errores de los demás fue la
ignorancia y la inconsciencia. Vivir sin coraza implica aceptar y sentir la
propia vulnerabilidad. Esta es la auténtica fortaleza.