Tiene razón Emma cuando dice que el
hambre de hoy no se adornará con un relato heroico. Al cabo de los años, quien
sufrió el hambre como consecuencia de la guerra, poco o mucho, es capaz de
redondear esa penuria cierta con una sintaxis que la experiencia ha convertido
en histórica. Es decir, con perspectiva. La guerra termina y también la
posguerra y vienen tiempos difíciles, de mucha pobreza y mucha miseria y mucho
desconsuelo moral. Pero las generaciones avanzan y también los días y llega la
paz y, al menos, un cierto bienestar. Desde esta atalaya (que solo es una
posibilidad bajo las bombas, pero que con los años se vuelve real) se puede
contemplar el pasado como aquel lugar donde sufrimos y donde sabíamos, al
menos, que habría una salida.
Ahora, no. Ahora es una guerra
mortecina en la que no se conjura un delirio colectivo, un afán de victoria o
de resistencia, la homérica fijación ante el infortunio. Ahora vivimos una
época de enormes hambrunas pequeñas, casi imperceptibles, de niños que no
comerían si no fuera por la escuela, de niños que engordan (lacerante
contradicción) porque comer bien es demasiado caro o demasiado elitista. Y,
como ocurre en las guerras que generan poesías, ahora sí, igualmente, aquí hay
heroicidades diarias, maestros y educadores que vigilan, que sufren, que
actúan; que luchan contra las tardes lánguidas de un verano sin nevera, sin
despensa. Para que los cuentos del hambre tengan, aunque sea temporal, un tibio
final feliz.
J.M. Fonalleras
Escritor