Muchos crecimos oyendo historias de miseria y estraperlo. De
los días de pan negro, racionamiento, comedores sociales y almacenes asaltados
por madres de hijos famélicos. Hoy, en nuestras calles europeas, cada día hay
más niños que se acuestan con punzadas de hambre en el estómago. Este verano,
tan pronto cierren las puertas de los colegios, los casals y esplais de
Catalunya abrirán las suyas para ofrecer, además de juegos y risas, dos platos
y un postre. Comidas envueltas en ilusión para combatir el hambre y su
dramatismo. ¿Cómo recordarán esos niños los días en que la nevera se burlaba de
ellos? ¿Lo vivirán como un episodio pasajero, sin consecuencias, o el recuerdo
de esas tripas enfadadas les marcará para siempre el ánimo? Quizá han visto a
sus padres comprar en los supermercados con vales de las oenegés o recoger la
comida de un banco de alimentos o incluso revolver en los contenedores en busca
de algo que después aparecerá en la mesa del comedor. ¿Cómo se mira al mundo
cuando esas imágenes de impotencia, vergüenza y miseria han impregnado tus
retinas?
Cuando estos niños cuenten a sus nietos los días de hambre,
no adornarán su relato con el aullido de la sirena anunciando un bombardeo, ni
hablarán de edificios derruidos ni de tropas desfilando por las calles ni del
honor de la batalla. Sin el sinsentido de una guerra, aún será más difícil
responder a la pregunta de cómo hemos llegado hasta aquí.
Emma Riverola
Escritora