Después de diecinueve años de trabajo en una
multinacional de publicidad, Félix decidió cambiar de aires y fichó por una
pequeña agencia local. En sus primeros días de trabajo en la nueva oficina, uno
de los directores lo llamó y le pidió si podía preparar una presentación para
un cliente. Tenía solo dos días.
Félix trabajó con intensidad y a las cuarenta y
ocho horas le dejó al director el dosier de la presentación en la mesa. Al poco
rato, el director fue a verlo y con la presentación en la mano le dijo:
–¡Brillante!
Jorge no sabía cómo interpretar aquellas palabras y
se apresuró a decirle:
–Lo siento, he tenido solo dos días, he trabajado
muy rápido, quizá demasiado, y no todo está como me gustaría, pero no he podido
hacer más…
El director lo miró con extrañeza y le cortó el
discurso para decirle:
–Félix, parece que no me estás entendiendo, te
estoy diciendo que me parece brillante, te estoy dando las gracias.
Jorge se disculpó:
–Perdona, es que pensaba que lo decías con ironía
porque esperabas un trabajo mejor.
El director, con expresión contrariada, le dijo:
–Amigo, estás fatal. No sé cómo te trataban en tu
antiguo trabajo…
Somos implacables transmitiendo a los demás
nuestras críticas y sin darnos cuenta omitimos los halagos. Cuando algo no nos
gusta de otro, cuando ha hecho algo mal, sentimos la necesidad de decírselo. Y
si ocupamos una posición de poder, esta necesidad se convierte en una
responsabilidad más de nuestro trabajo. Sin embargo, cuando las cosas salen
bien, cuando estamos contentos del trabajo de alguien o nos gusta especialmente
algo de su manera de hacer las cosas, nos cuesta muchísimo decírselo. Nos
parece innecesario y hasta contraproducente. Como le oí decir a un alto
ejecutivo a propósito del excelente trabajo de un subordinado, “mejor no
decírselo, que se lo cree y se relaja”.
Lo cierto es que con mayor o menor consciencia de
ello, nos sobrecargamos los unos a los otros de críticas y reproches, y
prescindimos de los halagos y los reconocimientos. Recibimos
proporcionalmente muchos menos halagos que críticas, a pesar de que, como ha
demostrado la investigación científica, necesitaríamos para un correcto
equilibrio emocional al menos cinco halagos por cada crítica, ya que para la
mente humana lo malo es más fuerte que lo bueno.
Nadie es inmune a la sobrecarga de juicios
negativos. Al mismo tiempo, todos necesitamos una dosis razonable de
reconocimiento. La ausencia de halagos deja huella en nuestro estado emocional:
la persona que solo recibe crítica en lo que hace acaba creyendo que hace las
cosas mal, y que no es bueno en su trabajo. Acaba perdiendo la autoestima.
En el caso que he descrito, Félix dudaba de la
intención de las palabras de su nuevo director, porque tras años y años de
ausencia de reconocimientos y de críticas innecesarias había dejado de creer en
sí mismo y no concebía que aquel comentario pudiera ser un halago.
La falta de reconocimiento mina la autoestima. No a
todos por igual y de la misma manera, pero lo hace. Y si se combina con una
sobredosis de crítica, el efecto se multiplica.
Sería bueno revisar nuestro comportamiento
comunicativo con los demás: ¿cuándo fue la última vez que le reconocí a
determinada persona algo bueno?, ¿me cuesta decirle lo que me gusta de él?, ¿me
ahorro sistemáticamente los halagos? Y corregir el balance entre críticas y
halagos.
Es bueno halagar generosamente a los demás cuando
lo merecen, como es bueno saber recibir y disfrutar de un halago merecido.
Ambos comportamientos son signo de seguridad interna. Lo que no es bueno en
absoluto es llegar a depender de los halagos de los demás, ya que ello nos hace
terriblemente vulnerables. Cuando dependemos del reconocimiento ajeno para
sentirnos bien, acabamos haciendo lo que sea necesario para obtenerlo,
prescindiendo, en el límite, de nuestros propios valores.
Contaba el desaparecido maestro Oriol Pujol Borotau
que nuestra autoestima es como un gran saco que llenamos cada día con todo lo
bueno que nos ocurre. Pero este saco tiene un agujero, de manera que por la
noche va perdiendo su contenido, y cada mañana necesitamos llenarlo de nuevo.
Podemos llenarlo desde fuera –con el reconocimiento y la estima de los demás– o
podemos llenarlo desde dentro –con nuestra propia estima y reconocimiento–. Si
lo hacemos desde fuera, cada mañana viviremos la angustia de tener que lograr
el reconocimiento de los otros, de tener que hacer cosas para que estén
contentos y nos lo den. De tener que ganarnos su estima. Y si el reconocimiento
no llega, el saco no se llena y nos sentiremos mal. Si, en cambio, nos
acostumbramos a llenarlo desde dentro, desde nuestra propia estima, seremos
seres independientes y podremos vivir el reconocimiento de los otros –si llega–
como un gran regalo, pero no como una necesidad para nuestra subsistencia.
Quizá nos toque vivir en un entorno parco en
halagos y lleguemos a dudar de nuestras capacidades y aptitudes. No será una
situación agradable, sin duda, pero incluso en estos casos hay un trabajo que
siempre podemos hacer para no perder la autoestima: tomar consciencia de
nuestras virtudes.
Para ello ayuda mucho un sencillo ejercicio:
escribirlas. Hacer una lista de veinticinco virtudes que consideramos nuestras
y, una vez completada, pegarla en el espejo del baño para leerla cada mañana.
Si la lista es demasiado corta, pidamos ayuda a los amigos. Que nos ayuden a
confeccionarla con todo aquello que ellos experimentan de nosotros en positivo
y que quizá nosotros no somos capaces de ver. Si es demasiado larga (ocurre
pocas veces), una pequeña dosis de humildad nos ayudará a recortarla
saludablemente.
Ferrán Ramón-Cortés para El País