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martes, 5 de noviembre de 2013

Carta a un comunista

Mi postura personal frente al comunismo no es difícil de formular. El comunismo (bajo el cual esencialmente, entiendo los objetivos y pensamientos del antiguo Manifiesto marxista) está en camino de conseguir su realización en el mundo, y éste se halla maduro para ello, no sólo desde que el sistema capitalista presenta tan claros síntomas de decadencia, sino también desde que la socialdemocracia de “mayorías” ha abandonado por completo la bandera revolucionaria. Para mí, el comunismo no sólo está justificado, sino que lo considero lógico. Llegaría y vencería aunque todos estuviéramos en contra. Quien hoy esté de parte del comunismo, afirma el porvenir. Aparte del “sí” que mi entendimiento da a su programa, ha hablado en mí, desde que vivo, una voz a favor de quienes padecen; siempre estuve de parte de los oprimidos y contra los opresores; de parte del acusado y contra los jueces, y de parte de los hambrientos y contra los atiborrados. La única diferencia reside en que nunca se me hubiera ocurrido llamar comunistas a esos sentimientos que considero naturales, si no cristianos. Bien: creo, con usted, que el camino marxista, que pasa por encima del capitalismo moribundo en dirección a la liberación del proletariado, es, en efecto, el camino del futuro, y que el mundo debe seguirlo, quiera o no. Hasta este punto estamos de acuerdo. Pero ahora usted preguntará seguramente por qué yo, si creo en la razón del comunismo y defiendo a los avasallados, no me uno a usted en la lucha y pongo la pluma al servicio de su Partido. La respuesta a esto ya es más difícil, porque se trata de aquí de cosas que para mí son sagradas y obligatorias, mientras que para usted apenas existen. Yo rechazo totalmente, y con firme decisión, convertirme en miembro del Partido o poner mi trabajo literario al servicio de su programa, pese a que la perspectiva de tener hermanos y camaradas, de vivir en comunidad con un mundo de correligionarios, sería sumamente atractiva. Pero es que, en realidad, no pensamos igual. Porque, aunque yo apruebe sus objetivos o, para decirlo más claramente, aunque crea que el comunismo está maduro para subir al poder y hacerse cargo, con ello, de la tremenda responsabilidad, empezando por la necesidad de cargar con la sangre y la guerra, para mí eso no tiene más importancia que cuando, en noviembre, pienso que ya está próximo el invierno. Creo en el comunismo como programa para las horas venideras de la humanidad; lo considero indispensable e ineludible. Sin embargo, no creo que el comunismo pueda dar mejores respuestas a las grandes preguntas de la vida que cualquier otra doctrina anterior. Creo que, después de cien años de teoría y del gran intento ruso, ahora no tiene sólo el derecho, sino también la obligación de realizarse en el mundo, y creo y espero sinceramente que conseguirá suprimir el hambre y librar a la humanidad de una gran pesadilla. Pero que con ello se logre lo que las religiones, las legislaciones y las filosofías de pasados milenios no pudieron conseguir, es cosa que no creo. Que el comunismo, aparte de su razón de defender el derecho de todo hombre a que no le falte el pan y se le reconozca su valor, sea mejor que cualquier otra forma anterior de fe, no lo creo. Tiene sus raíces en el siglo XIX, en medio del más árido y presuntuoso dominio del intelecto, de un sabihondo imperio de profesores, carente de fantasía y amor. Carlos Marx aprendió su modo de pensar; es extraordinariamente parcial e inflexible: su genialidad y justificación no reside en un espíritu más elevado, sino en su decisión de actuar. Si hoy estuviéramos en 1831, en lugar de tener ya el año 1931, yo, como poeta y escritor, probablemente sentiría gran preocupación por los problemas y las amenazas del mañana y pasado mañana, dedicando todas mis fuerzas, durante algún tiempo, al estudio del inminente cambio. Así lo hizo el poeta Heinrich Heine entonces, y durante un cierto tiempo, quizás el más fecundo de su vida, fue en París el amigo y colaborador del joven Carlos Marx. Pero hoy, ese mismo Heine volvería a preocuparse más por el mañana y el pasado mañana que por la realización de lo que ha quedado reconocido ya, desde hace tiempo, como acertado y digno de ser llevado a cabo. Hoy reconocería sin duda que el socialismo ha dejado atrás su escuela y tiene que asumir el dominio del mundo o, de lo contrario, está listo. Y aprobaría este proceso, la conquista del mundo por los comunistas, y lo encontraría bien, mas no sentiría el impulso, en su persona, de tener que ayudar a tirar de un carro que con tanto empuje rueda por sí solo. El poeta no es ni más ni menos importante que el ministro, el ingeniero el tribuno, pero sí es totalmente distinto a ellos. Un hacha es un hacha, y con ella se puede cortar madera o, también, cabezas. Un reloj o un barómetro, en cambio, tienen otras funciones, y si con ellos pretendemos cortar leña o cabezas, se romperán sin que nadie haya obtenido provecho alguno. No es ésta la ocasión para enumerar y explicar los deberes y funciones del poeta como instrumento especial de la humanidad. Quizás sea una especia de nervio, en el cuerpo de la humanidad; un órgano destinado a reaccionar ante delicados avisos y menesteres, un órgano cuya función es la de despertar, advertir y llamar la atención. Mas no es un órgano con el que se puedan redactar anuncios y colgarlos, y no se prestar para pregonarlo a grandes gritos en el mercado, pues su fuerza no reside en el volumen de la voz. Eso queda para Hitler. De cualquier forma, y sean sus funciones unas u otras, el poeta sólo tiene un valor y sólo merece que se le tome en serio si no se vende y no permite abusos con él, si prefiere sufrir o morir que ser infiel a lo que considera su vocación. Carlos Marx tuvo mucha comprensión para la poesía y el arte del pasado; por ejemplo, para todo lo griego, y si bien en algún punto de su doctrina no fue, quizá, totalmente sincero, pudo deberse a que, pese a ser conocedor de las artes, no vio en ellas un órgano de la humanidad, sino sólo un trocito de “superestructura ideológica”. Precisamente quisiera advertiros a vosotros, los comunistas, del peligro que pueden constituir aquellos poetas que os ofrezcan y se presten para pregoneros y combatientes. El comunismo tiene muy poco de poético; ya era así en tiempos de Marx y ahora lo es todavía más. El comunismo, como toda gran ola de poder material, llegará a constituir un serio peligro para la poesía; tendrá poco sentido de la calidad y, con paso tranquilo, aplastará gran número de cosas hermosas sin lamentarlo siquiera. Traerá consigo grandes cambios y un nuevo orden, hasta que esté edificada la nueva casa para esa nueva sociedad, por doquier abundarán los escombros, y nosotros, los artistas, nos veremos desplazados si tenemos que hacer de peones. La gente aún se reirá más de nosotros y de nuestras rebuscadas preocupaciones, tomándonos todavía menos en serio que en tiempos de la burguesía. Mas en la nueva casa de la humanidad volverá a imperar muy pronto el descontento, y tan pronto se haya desvanecido el miedo al hambre, se demostrará que también el hombre del futuro y de la masa posee un alma, y que ésta crea en su interior sus propios tipos de hambre y necesidades, deseos y sueños, y que los impulsos y las necesidades y los deseos y los sueños de esta alma participan extraordinariamente en todo lo que la humanidad piensa y hace y ansía. Y será un bien para la humanidad que, entonces, haya hombres entendidos en las cosas del alma: artistas, poetas, entendedores, consoladores e indicadores del camino a seguir. De momento, vuestras tareas son claras de ver. Vosotros, los comunistas, tenéis un programa claramente establecido que realizar y es vuestro deber defenderlo. Actualmente, vuestra labor parece mucho más clara, más necesaria y seria que la nuestra. Pero eso cambiará, como ha cambiado ya tantas veces. Con el derecho del combatiente tal vez mataréis a este o aquel poeta, porque compone cantos de guerra para vuestros enemigos, y probablemente se demostrará, después, que no era un verdadero poeta, sino únicamente un redactor de cartelones. Pero os equivocaréis en perjuicio vuestro, si creéis que un poeta es un instrumento del que la clase que gobierna en ese momento pueda servirse como de un esclavo o de un talento comprable. Os llevaréis un chasco con vuestros poetas, si no cambiáis de opinión, y sólo quedarán pegados a vosotros los que no valen nada. A los auténticos artistas y poetas los reconoceréis, en cambio, si es que algún día decidís preocuparos de ellos, en que tienen un indomable afán de independencia y dejan inmediatamente de trabajar cuando se les quiere obligar a trabajar de forma distinta a cuanto les dicta la conciencia. No se venden por mazapán ni por apetitosos altos cargos, prefieren que les maten antes que ser objeto de abuso. En eso les reconoceréis. (1931.)
 
HERMANN HESSE.- CARTA A UN COMUNISTA