En
su columna del último domingo, escribe Manuel Vicent: “Un Estado no puede
sostenerse sin que los ciudadanos se sientan orgullosos de pertenecer a él. El
prestigio es su oxígeno. El accidente del Alvia, el fiasco ridículo de los
Juegos Olímpicos, el descalabro de la Monarquía, la corrupción socialista de
los ERE, las mentiras del Gobierno en el Parlamento para sacudirse de encima la
evidencia de un infecto mejunje de financiación del Partido Popular,
constituyen una situación de miseria moral que entra por los ojos”. El artículo
tiene otros aspectos de interés, pero me referiré a la “miseria moral”. Las
encuestas de opinión no parecen señalar un aumento de la preocupación ciudadana
por la caída del nivel moral de nuestra sociedad. Sin embargo, es ahí donde
está la raíz de nuestros problemas. De la herencia del franquismo tenemos
algunas cosas buenas y una malísima, que es la moral rancia e hipócrita que nos
legaron nuestros padres, por supuesto, con la mejor voluntad. Nos corresponde a
nosotros, como ahora se dice, el “derecho a decidir”; ha llegado el momento de
decidir lo que está bien y lo que está mal. Y, por una vez, sería bueno
decidirlo de manera autónoma, sin consultar a la Santa Madre Iglesia.
Lo
peor no es que, ocupado en defenderse, el Gobierno no funcione, que
desaparezcan las ayudas a la cultura, a la educación o a la investigación, que
los ministros del Gobierno digan tonterías sin orden ni concierto, que
asistamos a la aniquilación de la iniciativa y a la ruina de la clase media;
que aumente el paro. Hay algo mucho peor, que es el ejemplo. Se pueden soportar
muchas cosas, pero no se puede soportar el mal ejemplo. Tal vez baje la prima
de riesgo e incluso puede que mejore la cifra de paro, pero el problema está en
el colapso ético de una sociedad donde no solo se ha extendido la corrupción,
sino que parece que no importa. No solo es que se robe, sino que el acusado de
robar se defiende señalando lo que roba el otro. No solo es que se mienta, sino
que el embustero ni siquiera se preocupa de contradecir al que le increpa,
aunque sea en sede parlamentaria.
La
Iglesia, tan celosa de proteger al no nacido, no parece concernida por la
corrupción. Los obispos no salen a la calle para protestar, se ve que no
consideran que el asunto tenga suficiente gravedad. Tal vez estimen que, con
paciencia, algún día verán acercarse al confesionario a pedir perdón a los que
hayan quebrantado los mandamientos correspondientes. Perdón que será concedido,
por supuesto. Como dijo famosamente el arzobispo Cañizares cuando un periodista
le preguntó por la postura de la Iglesia respecto a la pedofilia de los
sacerdotes: “Se pide perdón y ya está”.
Dios
es infinitamente misericordioso y la Iglesia tiene delegado el poder de
perdonar. En este disparate se asienta la moral católica, un principio fatal
para la buena marcha de una democracia moderna donde no debe bastar con pedir
perdón. No es suficiente decir: “Me equivoqué”. En una democracia, el sacerdote
no administra la absolución de las fechorías cometidas por el pecador
arrepentido. En una democracia digna de tal nombre hay que dar cuenta y asumir
la responsabilidad. Mucho temo que la moral católica, si Dios no lo remedia, va
a acabar no solo con la derecha española, sino con todos nosotros. Esperemos
que el papa Francisco, que tan admirable comienzo ha protagonizado, encuentre
solución a un problema que, según parece, nuestros gobernantes y la jerarquía
eclesiástica prefieren ignorar.
Jaime
Botín es alumno de la Escuela de Filosofía.
Leído
en: http://elpais.com/elpais/2013/09/18/opinion/1379526120_302497.html