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jueves, 25 de julio de 2013

Los destructores del conocimiento

El hallazgo de Guillermo de Baskerville, el monje franciscano investigador, de que el humor escrito en los libros antiguos está detrás de los crímenes cometidos en un monasterio benedictino, no deja ser ser una ironía en estos días.

La película El Nombre de la Rosa, excelente versión de la novela de Umberto Eco, del francés Jean-Jacques Annaud, con un grandísimo Sean Connery y un elenco de actores encabezado por F. Murray Abraham y Ron Perlman, siempre dejó una incógnita en mi memoria que sigue siendo hoy pertinente. ¿Puede la ceguera de aquellos que custodian el conocimiento terminar con el propio conocimiento en sí?.

En el siglo XII, las abadías italianas como la que muestra la película representaban las islas de conocimiento en un mundo iletrado. Los únicos gestores de los conocimientos del mundo antiguo eran los monjes copistas. Lo llamativo de esta historia es el papel de uno de ellos, el fraile Jorge de Burgos, interpretado por el actor ruso Feodor Chaliapin, que en apariencia está ciego y que desea destruir una parte del conocimiento de la comedia aristotélica por miedo a que su lectura desate el caos en el mundo docto. El destructor de conocimientos es alguien muy culto.

Carl Sagan, en su espléndida serie Cosmos, camina por las ruinas de un templo hasta llegar a un sótano enmohecido, donde se aprecian los restos de estanterías que una vez albergaron la mayor biblioteca de la antigüedad: La Biblioteca de Alejandría. Fundada en el siglo III antes de Cristo, los reyes de Egipto que sucedieron a Alejandro el Magno, nos dice Sagan, consideraban que el mayor tesoro del imperio eran los conocimientos de la ciencia, la literatura y la medicina.

En los tiempos de mayor esplendor, la biblioteca llegó a contener cerca de un millón de papiros. Y estos líderes apoyaron generosamente la erudición y la investigación durante siglos. Pero fue un ejemplo que no cundió en la mayoría de los jefes de estado, “entonces y ahora”, remarca Sagan
 
Es sabida la triste historia sobre el final de esos papiros, destruidos en absurdas guerras civiles y religiosas, se cita al emperador Aureliano, al emperador Teodosio I, las revueltas de los cristianos contra las instituciones paganas egipcias en el año 390 después de Cristo, y hasta Julio Cesar como destructor accidental. El magnífico film de Alejandro Amenábar recoge el asesinato de la matemática Hipatia, una mujer de visión excepcional, a manos de fanáticos cristianos hacia el año 415, lo que marcaría el final definitivo del esplendor del conocimiento de Alejandría.

En cualquier caso, con cada ola de destrucción, la humanidad ha dado pasos atrás. A veces enormes.

Sagan comentaba un hecho llamativo. El astrónomo Aristarco de Samos escribió un libro ahora perdido en el que afirmaba que la Tierra solo era un planeta más que daba vueltas alrededor del Sol, y que las estrellas eran objetos muy lejanos, en base a unos cálculos que hizo este genial astrónomo. “Tuvimos que esperar dos mil años hasta su redescubrimiento”.

¿Podría ocurrir algo parecido hoy en día? Es difícil concebir la desaparición de todo el conocimiento acumulado, salvo en una catástrofe atómica.

Pero también es cierto que España es un país que viene sufriendo hemorragias de conocimientos, una y otra vez. No sabemos cómo curar estas heridas crónicas. Me refiero a la fuga de cerebros. Jóvenes talentos que no encuentran sitio en la sociedad española. Y ésta, créanme, es una vieja historia que se repite, tanto que hacen sordos los oídos de las autoridades políticas, sea del signo que sean, que siempre estarán a otra cosa.

Tenemos la costumbre de, en los buenos tiempos, sufragar la educación de nuestros futuros científicos en el extranjero, para que, cuando lleguen los malos, negarles el pan y la sal y regalarlos a potencias científicas como Estados Unidos, Alemania o el Reino Unido, que están encantados con estos regalos y los acogen con los brazos abiertos.

¿Por qué estos países son potencias económicas a nivel mundial? Porque sus dirigentes y la sociedad han comprendido el mensaje: apostar por la ciencia y la tecnología es apostar por ser más competitivo en este mundo. Y mientras tanto, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el mayor organismo público de investigación, corre riesgo de parálisis si los fondos no llegan antes de final de este año.

Me cuentan que una investigadora acudió al programa Pasapalabra para tratar de conseguir fondos para proseguir con su investigación. Es una señal de alarma que muestra la desesperación de muchos de nuestros investigadores.

El caso de otra investigadora, Nuria Martí, es sangrante. Fue despedida del Centro de Investigación Príncipe Felipe por culpa de los recortes, pero aceptó un puesto en la Universidad de Oregón (Estados Unidos). Martí firmaría junto con un equipo de genetistas uno de los artículos más importantes de la biología y la genética, que ha marcado este 2013: La obtención de células madres embrionarias, capaces en principio de transformarse en cualquier tejido, mediante la llamada clonación terapéutica humana. Ella ha manifestado en la prensa que no volvería a España ya que no ve futuro, pese a que desea vivir con sus amigos y familia.

Conozco de primera mano el caso del laboratorio de Neurovirología dirigido por el investigador Juan Antonio López Guerrero, del Centro de Biología Molecular  Severo Ochoa. El grupo de este laboratorio investiga cómo el virus del herpes infecta el sistema nervioso humano. Este virus está probablemente implicado en los procesos que suceden en enfermedades incurables como el Alzheimer o la esclerosis múltiple, y publica sus resultados en revistas tan prestigiosas como PlOs One o Journal of Neurovirology. Con muy poco, me dice Guerrero, han hecho mucho.

Ante la falta de fondos y la indiferencia de las autoridades, el laboratorio ha recurrido a una medida desesperada: vender papeletas y sortear un viaje científico al CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear) para comprar reactivos y no tener que cancelar los contratos de los investigadores. Es el viaje del Ecuador en el que muchos y buenos científicos se encuentran ahora. Cada investigador cualificado y brillante que decide abandonar lo que tiene entre manos o largarse a otro país es una pequeña pero irreparable destrucción de conocimiento. Un paso atrás.

Luís M. Ariza para el País Semanal
http://blogs.elpais.com/planeta-prohibido/2013/07/los-destructores-del-conocimiento.html