Gallardón, el emperador de los úteros. Parece una cosa medieval. La historia
de un hombre que sueña con pastorear el órgano reproductor de las hembras. Y que
lo consigue. ¿Hay perversión mayor? Poseer un corral del tamaño de un país en el
que permanezcan encerradas las vaginas de las mujeres, sus matrices, sus trompas
de Falopio, los óvulos que desde las trompas ruedan hasta esa dimensión sagrada
(“el aborto es sagrado”); tomar venganza de no haberse dado a luz a sí mismo;
regresar, ahora como tirano, al paraíso del que se fue desalojado al nacer. Y
sin el peligro de acabar en la cárcel como esos monstruos que raptan a las
jóvenes y las reducen en sus sótanos a un ganado doméstico; como esos piernas
sin educación que las animalizan hasta que las chicas logran asomar una mano por
la ventana para escándalo de las sociedades biempensantes, que tanto hacen sin
embargo para favorecer la dominación descrita más arriba.
No, no. Las cosas bien hechas: desde el corazón de la ley, desde la autoridad
que proporciona ser el ministro de Justicia y exhibiendo, por si fuera poco,
maneras de cardenal, de príncipe, manifestándose con el cinismo propio de un
monseñor Camino. Desde esa inviolabilidad civil y eclesiástica a la vez,
domesticar el sexo de ellas. Colocar una frontera de concertinas entre la
voluntad de las mujeres y su vientre. De aquí hacia abajo, todo mío, de mis
jueces, de mi capricho, de mis policías, de mis desórdenes venéreos, de mis
fantasías más negras, de mis frustraciones menos confesables. Todo este
territorio, desde la cintura hasta el nacimiento de los muslos, me pertenece
ahora sin peligro porque yo soy la ley y porque me gusta la música y porque soy
culto y porque pertenezco a una de las mejores familias del franquismo. Y porque
a ver quién se atreve, con lo demócrata que parezco, a rechistarme.
Juan José Millás para El País