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viernes, 20 de diciembre de 2013

Algunas reflexiones sobre las raíces del nacionalismo

Mucho se habla estos días en Europa sobre los procesos independentistas y los nacionalismos. En la prensa, debates y noticieros, se analizan las implicaciones políticas, legales y económicas de los potenciales nuevos estados; se elaboran preguntas para referéndums (reales e hipotéticos) y se llevan a cabo encuestas entre los ciudadanos. Los políticos de uno y otro bando se enfrentan y desgañitan. Algunos, incluso, se ven a sí mismos como héroes populares que pasarán a los anales de la eternidad de la mano de William Wallace.
 
Sin embargo, son escasos los análisis y estudios de calidad que nos brindan elementos de juicio sobre las raíces de este fenómeno que despierta pasiones en una sociedad cínica que, como la europea, parecía tan desligada del debate político. Desde el bando separatista la mayoría esgrime una serie de argumentos que justificarían la independencia, a saber: “nos vienen sojuzgando desde hace centurias”, “queremos administrar nuestros recursos” y “somos diferentes”.
 
Sobre el primer argumento se pueden verter ríos de tinta y creo que jamás se alcanzará un consenso. La historia es tan selectiva como la memoria humana: sólo se relatan —se recuerdan— determinados hechos en función de la interpretación del narrador —del individuo— y, casi siempre, con un objetivo predeterminado. Estos hechos nos llegan en la mayoría de los casos a través del prisma de los vencedores, y cuando lo hacen a través del de los vencidos, es probable que tampoco sean fieles del todo con lo que realmente aconteció. La versión de los ingleses difiere de la de los escoceses, de la misma manera que la versión de un amigo que ha tenido una trifulca con otro difiere radicalmente de la versión de este último. En cualquier caso, aunque la narración histórica de los hechos sea fidedigna, éstos no nos explican las verdaderas, secretas y oscuras causas que los motivaron. Dicho de otra forma, es mucho más sencillo saber que se libró una batalla y conocer sus detalles —número de soldados, tipo de armamento, número de bajas y de heridos, ciudades conquistadas…— que los verdaderos motivos y entresijos que la desencadenaron. Me temo que estos últimos descansarán para siempre en las arcas del misterio. Pero es que en el fondo último del asunto me cuesta comprender —y por tanto aceptar— que “por motivos históricos” se argumente y justifique la independencia y creación de un nuevo estado, sobre todo en el marco legal y político que nos brinda la actual Unión Europea. Porque no puede ser lo mismo esgrimir el argumento de la opresión histórica en la Europa actual, en la que más o menos todos han conquistado a todos en los últimos siglos, que en el caso de los Territorios Palestinos Ocupados, Tíbet o el Kurdistán. Y porque llevado a sus extremos, este argumento —basado en acontecimientos del pasado— nos conduciría a absurdos tales como pedir cuentas (indemnizaciones) al actual gobierno mongol por las tropelías cometidas en Europa por el Genghis Khan y sus hombres–caballo en el siglo XIII. Y viceversa.
 
Sobre el segundo argumento se puede igualmente discutir largo y tendido. Es significativo que los procesos separatistas se intensifiquen en épocas de crisis económica. Cuando esta última es boyante pocos son los que se atreven a blandir la espada del secesionismo. Cuesta creer que en el actual marco legal europeo no se puedan debatir y alcanzar consensos de cara a la gestión de los recursos (y de los impuestos) antes que llegar al extremo traumático de una secesión territorial. Quizá sería más honesto decir “queremos cambiar de manos determinados contratos multimillonarios”.
 
Pero es en el tercer argumento donde radica el aspecto más peligroso del asunto. Al margen de que el hecho diferenciador no se sostiene demasiado desde el punto de vista cultural, científico y étnico —que alguien me demuestre lo contrario si me equivoco—, no es un argumento intrínsecamente válido. Porque de la misma manera que se pueden esgrimir “elementos diferenciadores” (erróneamente considerados como “separadores”), se pueden identificar fácilmente los comunes. Un buen padre de familia camboyano quiere para sus hijos esencialmente lo mismo que uno belga, español o guatemalteco. El fondo del asunto no radica en la diferenciación–separación ambiciosa y mezquina, sino en la utilización conjunta, solidaria y sostenible de nuestros recursos planetarios. Lamentablemente es en este argumento, de tan fácil manipulación en épocas de crisis, donde se asientan —una vez más— los procesos nacionalistas más rancios, irracionales y de oscuras motivaciones. Desde la infancia nos bombardean con mensajes del tipo “primero tú, tu familia, tu tribu, tu región, tu país”. Esta mentalidad se basa en el desconocimiento de la realidad del otro, que pasa a convertirse en el demonio depositario de todos nuestros males, cuando, en realidad, a ese otro lo han bombardeado con el mismo mensaje pero en sentido inverso. El desconocimiento del vecino genera miedo, el miedo nos vuelve inseguros, la inseguridad es la madre de la agresividad defensiva, y de ahí a la confrontación directa nos separa un paso muy corto. Somos diferentes, ergo somos mejores. El caldo de cultivo para el nacionalismo ignorante, que tanto daño ha hecho a través de los siglos, está servido en bandeja.
 
Es una enorme pena que se pierdan tantos recursos en torno a este asunto —tiempo, dinero, capacidad creativa…—, de la misma manera que gastamos al año diez veces más en armamento que en programas de lucha contra la pobreza.
 
El sentimiento nacionalista basado en la diferenciación y la singularidad —y no en la auténtica libertad frente a una verdadera situación de opresión o esclavitud— es contrario a la condición humana. Cualquier proceso que implique una resta, una disminución en esa condición, implica un retroceso en nuestra evolución. El hombre será único, universal, humano, o seguirá humillándose eternamente.
 
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