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sábado, 2 de abril de 2011

La cama de Pandora (I)

Si queréis pasar un buen rato os recomiendo leer las entradas del Blog de "La cama de Pandora" que se publica en el diario El Mundo. Leer éste hasta el final porque os váis a reír:

"Mucho arroz pa' tan poco pollo"

No fue mi vida entera la que vi la otra noche pasar ante mis ojos en un segundo. Fue un desfile con todos los penes que he probado en mis 18 años de militancia sexual el que recorrió como una exhalación los instantes que transcurrieron entre que Julio, el hombre número 100, se bajó el calzoncillo y vislumbré todo lo suyo, y mi cuerpo experimentó una reacción incontrolable de salto hacia atrás. Tan incontrolable que él pensó que me había dado una descarga eléctrica o algo. Tan incontrolable que me golpeé con el cabecero de la cama, lo que en realidad fue una suerte, porque me permitió esconder un poco la cabeza entre los brazos y dejar de mirar por un momento la verga más delgada del mundo. Larga y fina como un junco. Una flauta. Un cíclope desnutrido, válgame Dios.
Si me llega a sacar de los pantalones una bandurria y se pone a darme una serenata no se me baja tanto la libido, la verdad. No me había pasado jamás, lo reconozco. Pero si hay una o dos de esas por cada 100 de las normales, me la tenía que encontrar tarde o temprano; era cuestión de probabilidad.
Por la puerta que separa mis piernas han entrado penes grandes, medianos y pequeños. Y, aunque existe un dicho que reza: Con buena polla bien se folla, no es cierto que los penes inmensos sean los más placenteros. Sin ir más lejos, la Coca-Cola familiar del torturado Rafa (que me preguntaba con toda delicadeza en cada embestida: "¿Te hago daño?"), no ha sido la que más placer me ha proporcionado, de hecho me sentía un poco empalada, la verdad. Ni siquiera sé si él disfruta tanto como el resto de chicos que viste y calza algo más acorde con la media nacional, porque su rostro cuando me penetraba se parecía sospechosamente al de El grito de Munch.
Es verdad que no tengo un gran recuerdo tampoco de los penes muy pequeños, de cuya existencia tengo constancia porque he visto uno o dos en mi vida. Pero eran otros tiempos y una, que era mucho más joven y tenía menos recorrido, no tenía el cuerpo todavía acongojado por totems cual botes de laca ni acostumbrado a esos fantásticos penes oscilatorios que crecen más que mis bizcochos en el horno.
Mi jefe, Fernando, me lo comentó el día que publicamos Tortura Erótica:
-“Valiente el que se atreve a desnudarse en tu presencia, Pandora. Esto, en el fondo, es peor para ti, porque ya no te vale cualquier cosita, ¿verdad?”.
Vive Dios que estaba en lo cierto. ¿Pero quién iba a imaginar que me llegaría tan pronto el primer desengaño? ¿Y por qué tenía que ser en mi número 100?
Confieso que se me secó la vagina más rápido que la garganta y todo el calentamiento que llevábamos hasta que traspasamos la puerta de mi dormitorio sirvió entre poco y nada.
Descarté hacerle ningún comentario, porque sería tan feo como si él me dijera "tienes las tetas pequeñas" y maldije el día en que me deshice de aquel engrosador de penes que venía de regalo en una revista. Nos hubiera hecho el apaño…

La cabeza me daba vueltas mientras él forcejeaba con mi ropa y yo me dejé hacer. Por un segundo quise ser Carmen, que una vez tuvo los ovarios de decirle a un tipo en su cara:
-“Tú eso no me lo metes”, y quedarse tan ancha. Pero no, me pareció injusto e infantil. Al fin y al cabo, aquello no era culpa suya. Si me hubiera venido con pruebas de que estaba peleado con el agua y el jabón... Pero no: Julio era un chico guapo, limpio, correcto en el vestir, perfectamente presentable con una ligerísima y cuestionable idiosincrasia en el grosor de su herramienta que no podía yo dejarle notar que me importaba lo más mínimo.
Así es que cuando consiguió deshacerse de mis bragas, separarme las piernas y tocar mi clítoris con la punta de la lengua emití un suspiro de rendición mientras él se afanaba con encomiable empeño en hacerle el boca a boca a mi difunta vagina.
Ilustración: Luci Gutiérrez

No iba a ser el polvo descorche que estaba deseando, el que iba a hacer que mi libido subiera como el champán, pero decidí hacer de la necesidad virtud y, ya metidos como estábamos en faena, pensé que podría poner en práctica algunas de esas técnicas que recomiendan para estos casos (la primera de ellas, asegurarme de que, la próxima vez, el sujeto en cuestión no usa los bolsillos delanteros como alforjas...).
Así es que cerré los ojos y me concentré en las cosas que sentía: sus manos acariciando mi sexo, su lengua empapada de saliva mezclada con mis primeros flujos, sus brazos abrazando mis piernas... Y la cosa mejoró.
Noté cómo Julio se revolvía ahí abajo: oí cómo rasgaba el sobre de un condón y subía mis piernas a sus hombros sin dejar de introducir en mi sexo los dedos de dos en dos.
Como sentí que se demoraba en la penetración, me arranqué en un arrebato de pasión y le ordené:
-“Métemela ya, por favor”. Se detuvo y se hizo el silencio.
-“¿Cómo? Pero si ya te la he metido”.
Y me quise morir de vergüenza porque, efectivamente, al abrir los ojos le vi con el cuerpo inclinado sobre mí en clara postura coital y su pubis incrustado hasta el fondo en mi vagina. Creo que si hubiera empujado un poco más habría sido capaz de meterme también la bolsa escrotal entera. Total, espacio quedaba...
-“Esto... Sí, quería decir que... Me gustaría que te movieses así en círculos. ¿Sabes cómo te digo?”. Dadas las circunstancias sólo se me ocurrió pedirle que me hiciera la batidora, a ver si así nos enterábamos de algo. Pero a la segunda vuelta ya notaba que no iba muy suelto de cadera y temí que se me luxara el hombro.
Pensé rápido otra cosa y le saqué de mí para cambiar de postura porque creí que si apostábamos por un misionero con las piernas cerradas a lo mejor, en la estrechez...
Y sí, algo solucionamos, por lo menos para él porque además contraje al máximo los músculos de mi vagina para que los dos pudiéramos sentir que aquello era una sesión de sexo, no de yoga.
Al final lo conseguimos. Él, gracias a la fuerza de mi suelo pélvico y yo, al golpeteo de su pubis sobre el clítoris.
Un orgasmo que me supo a gloria porque costó alcanzarlo la misma vida. Y en mi nebulosa estaba, disfrutando del relax tras el esfuerzo, cuando, ojiplática, le oí murmurarme al oído:
-“No ha estado mal, ¿verdad? Sobre todo teniendo en cuenta que tienes un problemilla de holgura de coño...”.
-“Que yo… ¡¿Holgura de coño?!”. No daba crédito. "¿No será más bien que aquí hay mucho arroz pa' tan poco pollo?", acerté a contestar.
Lo que son las endorfinas, no se lo tomó mal y yo... ¿Qué puedo decir de aquella noche? Que sólo se pareció a lo que soñé en que, al marcharse, se acordó de cerrar bien la puerta.
Publicado en el blog La Cama de Pandora: http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/lacamadepandora/