Un lector me preguntó el otro día por mi
escepticismo político: mi falta de fe en el futuro y mi despego de esta casta
parásita que nos gobierna, sólo comparable a la desconfianza que siento hacia
nosotros los gobernados: sin víctimas fáciles no hay verdugos impunes. Siempre
sostuve, porque así me lo dijeron de niño, que los únicos antídotos contra la
estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que, incluso con urnas,
nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y que los pueblos analfabetos
nunca serán libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en
borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier lobo hambriento,
a cualquier manipulador malvado. También en torpes animales peligrosos para sí
mismos. En lamentables suicidas sociales.
Hace dos largas décadas que escribo en esta página.
También, en los últimos dos años, Twitter me ha permitido acercarme a lo más
caliente de nuestro modo de respirar. Y no puedo decir que sea confortable.
Inquieta el lugar en que una parte de los lectores españoles se sitúan: lo
airado de sus reacciones, el odio sectario, la violenta simpleza -rara vez hay
argumentos serios- que a menudo llegan a un desolador extremo de estolidez,
cuando no de infamia y vileza. Cualquier asunto polémico se transforma en el acto,
no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya
el rigor, sino el más elemental sentido común.
Destaca, significativa, la necesidad de encasillar.
Si usted opina, por ejemplo, que a Manuel Azaña se le fue la República de las
manos, no encontrará criterios serenos que comenten por qué se le fue o no se
le fue, sino airadas reacciones que, tras mencionar el burdo lugar común de
Hitler y Mussolini, acusarán al opinante de profranquista y antidemócrata. Y
si, por poner otro ejemplo, menciona el papel que la Iglesia Católica tuvo en
la represión de las libertades durante los últimos tres siglos de la historia
de España, abundarán las voces calificándolo en el acto de anticatólico y
progre de salón. Pondré un ejemplo personal: una vez, al ser interrogado sobre
mi ideología, respondí que yo no tengo ideología porque tengo biblioteca. No
pueden ustedes imaginar cómo llovieron, en el acto, las violentas acusaciones
de que escurría el bulto «y no me mojaba». Y es que en España parece
inconcebible que alguien no milite en algo y, en consecuencia, no odie cuanto
quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Reconocer un mérito al
adversario es para nosotros impensable, como aceptar una crítica hacia algo
propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectas
viscerales heredadas, asumidas sin análisis. Odios irreconciliables. Toda
discrepancia te sitúa directamente en el bando enemigo. Sobre todo en materia
de nacionalismos, religión o política, lo que no toleramos es la crítica, ni la
independencia intelectual. O estás conmigo, o contra mí. O eres de mi gente -y
mi gente es siempre la misma, como mi club de fútbol- o eres cómplice de la
etiqueta que yo te ponga. Y cuanto digas queda automáticamente descalificado
porque es agresión. Provocación. Crimen.
Qué fácil resulta entender, así, nuestra despiadada
Guerra Civil. Si ahora no se dan delaciones y paseos por las cunetas, es
sencillamente porque ya no se puede. Pero las ganas, el impulso, siguen ahí. Me
pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario
no vencido o convencido, sino exterminado. La falta de cultura no basta para
explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se
respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios
pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición
con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes.
Pero no estoy seguro. Esa saña que lo mismo se manifiesta en una discusión
política que entre cuñados y hermanos en una cena de Navidad es tan española,
tan nuestra, que me pregunto quién nos metió en la sangre su cochina simiente.
Desde ese punto de vista, el español es por naturaleza un perfecto hijo de
puta. Por eso necesitamos tanto lo que no tenemos: gobernantes lúcidos, sabios
sin complejos que hablen a los españoles mirándonos a los ojos, sin mentir
sobre nuestra naturaleza y asumiendo el coste político que eso significa.
Dispuestos a decir: «Preparemos al niño español para que se defienda de sí
mismo. Eduquémoslo para que conviva con el hijo de puta que siglos de reyes,
obispos, mediocridad, envidia, corrupción, violencia, injusticia, le metieron
dentro».
Patente de corso
Conmigo, o contra mí
XLSemanal - 02/9/2013
Leído en: http://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/774/conmigo-o-contra-mi/
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