¿Camus,
filósofo? En todo caso “un filósofo para alumnos de bachillerato”, se burlaron
en su día los detractores. Hoy sigue siendo la opinión de no pocos académicos.
En efecto, como señaló Sartre desde la primera hora (ni siquiera se conocían
personalmente aún) “Camus pone cierta coquetería en citar textos de Jaspers, de
Heidegger, de Kierkegaard, que por otra parte no siempre parece entender bien”.
¡Tocado! En “El mito de Sísifo”, añado yo, repite el tópico de un Schopenhauer
indecente predicando el suicidio ante una mesa bien servida: pues bien,
Schopenhauer no recomendó el suicidio, todo lo contrario. Ese tipo de erudición
no es lo suyo, lo cual no le descarta como pensador como aclara el propio
Sartre de los buenos tiempos: “Sus verdaderos maestros son otros: el contorno
de sus razonamientos, la claridad de sus ideas, el corte de su estilo de
ensayista y un cierto tipo de siniestro solar, ordenado, ceremonioso y
desolado, todo anuncia un clásico, un mediterráneo”. Más tarde también Czeslaw
Milosz, que le estaba agradecido por ser uno de los poquísimos intelectuales
que le acogió bien cuando huyó del comunismo, le defendió contra la acusación
común de que carecía de doctorado filosófico: “Pero, en primer lugar, ¿qué se
entiende por filosofía? Para algunos, como Camus, la filosofía exige una
alimentación casi carnal y se rehúsan a hablar de las cosas que no tocan por sí
mismos”.
Entonces
¿era o no era filósofo? Digamos que fue un espontáneo que saltó al ruedo de la
filosofía sin llevar nada más que su hambre vital de voyou argelino y la
vergüenza torera de no aceptar una existencia irreflexiva. El capote con que
dio sus primeros pases en esa faena improvisada (“El mito de Sísifo”) fue el
absurdo, mucho más que una palabra y algo menos que un concepto. El absurdo no
es el sinsentido del mundo, sino la falta de sentido en un mundo que nosotros
–los inventores y huérfanos del sentido- reclamamos que lo tenga: “El hombre se
encuentra ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de felicidad y de
razón. El absurdo nace de esa confrontación entre la llamada humana y el
silencio sin razones del mundo”. El absurdo no es un dato elemental sino un
divorcio: la demanda de los hombres y la callada por respuesta del universo, un
amor imposible. La peculiaridad del absurdo es que deja der serlo si lo
aceptamos como tal: es un pensamiento inaceptable y sólo si no lo aceptamos, si
nos sublevamos contra él, podemos pensarlo. No es una idea, ni mucho menos una
doctrina, ni siquiera algo que pueda explicarse en el aula, como las categorías
de Aristóteles o la dialéctica trascendental de Kant. El absurdo… ¡eso hay que
vivirlo! Tal como decimos de otros padecimientos. Por eso se presta mejor a la
narración que al tratado. Pero se equivocan quienes expulsan a Camus del jardín
de la filosofía, porque sin la filosofía no se entienden ni se justifican sus
ficciones, que son el modo que utiliza para hacerla comprensible. “¿Por qué
escribes novelas o dramas teatrales?”, pregunta la filosofía; y Camus responde:
“Para vivirte mejor…”.
Para
Camus, la democracia –despreciada por los revolucionarios y por Sartre- tiene
el gran mérito de solicitar modestia: nadie puede zanjarlo todo por sí mismo,
hace falta el consejo de otros y el acuerdo
Intelectualmente
el absurdo es un callejón sin salida aunque la vida consiste precisamente en
hacer como si la tuviera. El muro que nos cierra el paso es infranqueable, pero
nosotros pintamos voluntariosamente una puerta en él y la puerta se abre…o al
menos nos permite imaginar que se abre y salimos por ella. De esa puerta
pintada en el muro de la realidad, imposible pero irrenunciable, es de lo que
habla “El hombre rebelde”, donde por segunda vez el espontáneo Camus se echa al
ruedo de la filosofía. La primera faena se la perdonaron como una manifestación
de simpática inexperiencia, pero por esta otra ya fue seriamente sancionado por
los comisarios de la plaza. “Me rebelo, luego somos”: ¿habrase visto mayor
atrevimiento? Sublevarse entonces no es una consecuencia histórica de la
solidaridad, sino que la solidaridad nace a partir de la individualidad que se
subleva por impulso metafísico. El ser humano se rebela y al hacerlo descubre
la humanidad que le vincula a los demás. Los dogmáticos de la revolución
comprendieron que ésta, violenta y totalitaria, forma parte del muro de la
realidad contra el que se insurge el rebelde. “Los hombres mueren y no son
felices”, resume Calígula. Pero cada hombre puede rebelarse contra lo que
impone la muerte y la infelicidad, descubriendo así su camaradería con los
demás. Y esa rebelión no es simple grandilocuencia, sino búsqueda de soluciones
políticas, es decir, contra el estado de guerra que exige mantenerse en el
odio. Para Camus, la democracia –despreciada por los revolucionarios y por
Sartre- tiene el gran mérito de solicitar modestia: nadie puede zanjarlo todo
por sí mismo, hace falta el consejo de otros y el acuerdo. Rebelarse contra la
infelicidad del terror exige evitar el absolutismo decapitador de los
principios y a menudo atenerse a los matices, a las medias tintas: ¡qué bien
comprendemos hoy, tras las contradicciones de las primaveras árabes, la actitud
tentativa y fluctuante de Camus ante el conflicto de Argelia a finales de los
años cincuenta!
En
Youtube puede verse una breve filmación de Albert Camus en la que, con una
sonrisa y aire de pillo, finge ante la cámara muletazos sin toro ni muleta. Es
un espontáneo, el maletilla que aspira a la gloria. O que ya la conoce:
“Comprendo aquí lo que se llama gloria: el derecho de amar sin medida” (Bodas).
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