Puede que el cucú trastrás sea el primer juego que aprenden todas las criaturas del mundo. Consiste en taparse la cabeza y pensar que se ha desaparecido por completo, para luego creer que al destapársela le dan una sorpresa al adulto. Es un juego que denota madurez, dado que jugar es algo muy sofisticado, pero también es una muestra de un pensamiento mágico que va desapareciendo hacia los ocho años. Dejando a un lado la inevitable melancolía que el abandono de la edad mágica provoca en los padres, hacerse adulto es bueno, para uno mismo, para la familia, para la sociedad, para España, para el planeta. En fin. De cualquier manera, todos conocemos a grandes expertos en seguir jugando al cucú trastrás a lo largo de su vida. Dentro de estos eternos jugadores se encuentran los marrulleros, los mentirosillos, los enredadores, los liantes, los que tiran la piedra y esconden la mano, los embaucadores, los manipuladores, los jetas. Los que te venden aquello de que decir la verdad es solo cosa de borrachos y niños. Dejando a un lado ese catálogo de mentiras piadosas de las que todos echamos mano, o ese otro de verdades que evitamos por no herir inútilmente, saber la verdad es casi un derecho constitucional. Cuando el ministro García Margallo afirma que la imputación de la infanta Cristina es mala para la maltrecha Marca España, es inevitable pensar en si esta verdad (la decisión del juez Castro) puede perjudicar más que todas las mentiras o las verdades a medias con la que los Gobiernos españoles han intentado vender nuestro país: desde las cifras del déficit que vendió el Gobierno de Zapatero hasta las cifras del déficit que ha vendido este Gobierno que tanto criticó la mentira; desde la tozuda negación del Gobierno socialista de que había una crisis a punto de explotar bajo nuestros pies a este otro que tiene al frente a un presidente enigmático que comparece ante la prensa emboscado en una pantalla y desaparece de la imagen antes de que se le pueda hacer alguna pregunta. Cucú trastrás. Cabe preguntarse si no nos beneficia, más que perjudicarnos, el que la prensa internacional valore que al menos hay individuos en las instituciones españolas que consideran que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley. Porque lo que se viene criticando de España desde fuera, al menos aquello que yo he leído, es todo lo contrario, la falta de transparencia, la poca afición del presidente a someterse al escrutinio periodístico, el nulo castigo que han recibido los corruptos, el misterio de la financiación de los partidos, la oscura relación entre algunos políticos y los protagonistas de la burbuja inmobiliaria, en resumen, todo eso que a nosotros nos impacienta y nos irrita a diario hasta habernos sumido en este actual ambiente de desesperanza.
La Marca España, esa cosa engendrada una noche de pasión por un asesor político y un experto en marketing, ha venido siendo mancillada desde hace mucho tiempo. Para empezar, por aquellos que lejos de promocionar nuestro país se han dedicado con sus tejemanejes a exportar la idea de que no somos un país de fiar. España, así, a secas, sin entrar en marcas ni bobadas, ha ido promocionándose calladamente gracias a su cultura, sobre todo. Esa cultura herida de muerte por el IVA del francotirador Montoro, y a la que, en su acción exterior, se ha vaciado en estos dos últimos años de presupuesto hasta hacer casi imposible que un Instituto Cervantes, por ejemplo, pueda ofrecer en el extranjero algo más que clases de español. Ante esta desolación, ¿cómo nos puede perjudicar una verdad? La verdad que dejó caer este pasado miércoles el juez José Castro, ese hombre retratado magistralmente en las crónicas de Andreu Manresa (gran periodismo), que lejos de dejarse presionar por la voz del pueblo que desde hace tiempo clamaba por la imputación ha esperado el momento en el que esa necesidad estuviera meridianamente clara. Dicho de otra manera: más le ha perjudicado a la imagen de España las actividades económicas de Urdangarin en connivencia con ciertos políticos y a la Monarquía el haber hecho durante un tiempo la vista gorda que la decisión del juez de repartir responsabilidades.
Mientras el Partido Popular mostraba su preocupación por una noticia que puede perjudicar a la institución monárquica, el Príncipe, al cual no le queda otra manera de salvarse en estos momentos que aferrarse a la verdad, se dirigía a los jueces al día siguiente de la imputación de su hermana para decirles que son merecedores de nuestra mayor confianza. Y es que ya no hay vuelta atrás, ya no se puede esconder la cabeza debajo de la manta y creer que de esa manera se evita la obligación de enfrentarse a los hechos. Si la verdad es inquietante, que todas las instituciones de nuestro país están tocadas, más peligroso sería ocultarla. No le conviene a la dichosa marca que el desapego de los ciudadanos aumente. Dicho en términos de marketing: uno no puede vender aquello en lo que no cree.
A mí, la imputación me ha parecido una buena noticia. Algo funciona. En cuanto a la proliferación de chistes sobre la persona imputada, a eso permítanme que no me sume. Ya lo dijo Concepción Arenal: “Odia el delito y compadece al delincuente”. O a la imputada. Eso vale para cualquiera.
Elvira Lindo en El Pais
http://elpais.com/elpais/2013/04/04/opinion/1365099925_732919.html
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