Últimamente pierdo todas mis apuestas. No me preocupa, estoy acostumbrada, pero me amarga la condición, la edad de los ganadores. No va a pasar nada. Mis hijos y sus amigos, entre los 28 y los 16 años, llevan semanas pronosticando que todos los procesos se atascarán, que todos los culpables saldrán bajo fianza, que todos los sospechosos resultarán inocentes, que nadie irá a la cárcel y no habrá pasado nada. Yo he intentado llevarles la contraria hasta ayer. Hoy, a punto de tirar la toalla, me estremece el miserable destino que nos hemos labrado.
Porque es miserable, más que triste, que quienes hemos crecido bajo una dictadura nos empeñemos en enarbolar la bandera de la esperanza, de la ilusión y la normalidad democrática, para que jóvenes criados en la democracia interpreten nuestros gestos como una muestra de ingenuidad casi senil. Aquí no pasa nada, nunca ha pasado nada excepto esa irremediable desilusión, el hastío que crece, día tras día, entre los españoles menores de 30 años. Ningún otro índice es capaz de expresar la pésima salud de nuestra democracia con más precisión.
Tampoco es de extrañar, en un Estado que se fundó en los silencios más que en las palabras, en la eficacia del miedo y los peligros de la alegría. Hasta hoy. Porque ahora resulta que los que tienen ánimo y arrojo para protestar por este escándalo sin límite, son unos violentos que encarnan una amenaza para la democracia. ¿Qué democracia? ¿La de los grandes partidos que se sostienen entre sí; la de los jueces que dilatan las instrucciones durante décadas; la de los apaños parlamentarios que garantizan la impunidad de los culpables? España huele cada vez peor, a úlcera vieja, mal vendada. Cuando la gangrena llegue al corazón, agonizará pidiendo calma, emitiendo mensajes de tranquilidad, y nos lo tendremos muy bien empleado.
Almudena Grandes para El País
http://elpais.com/elpais/2013/03/31/opinion/1364744231_632559.html
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