Carta abierta, publicada en El Mundo, dirigida a Fernando Savater y Rosa Díez. Escribe Cristina Fallarás, escritora y que acaba de publicar "A la puta calle" (Planeta), una obra donde relata su propio desahucio.
Me dirijo directamente a vosotros porque en alguna otra época he comprendido vuestros argumentos. Me dirijo a vosotros atónita, profundamente entristecida y, si cabe, más desesperanzada de lo que acostumbro a pasar esta época siniestra. En fin, me dirijo a vosotros, que ya es algo.
Ambos habéis mentado a ETA, o a su entorno, que es lo mismo, para calificar la labor de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y de rebote, a Ada Colau, más concretamente el escrache. Ese gesto vuestro, esa mención al dolor y a la muerte me parece una de las tácticas más rastreras, viles e innobles que he leído u oído en toda esta confusión. ¿Y sabéis por qué? Porque no decís la verdad, y lo sabéis. Porque vosotros sois muy conscientes de que, detrás de las amenazas aquellas a las que aludís, estaba la muerte. LA MUERTE. Porque detrás de cada mirilla dibujada en la puerta de un concejal dormía una bala, una bomba lapa, el final.
Comparar eso con los cientos de miles de ciudadanos que desesperados, DESESPERADOS, salen a la calle a pedirles a los políticos que no permitan su miseria radical y su abandono, que no permitan la creación de una nueva y gigantesca bolsa de exclusión, me resulta repugnante. Claro que utilizan métodos expeditivos. Los mismos que han vivido en sus carnes. Porque os recuerdo, aunque no os hace falta, que si miles y miles de ciudadanos se han quedado sin techo —¡sin techo, joder!— en este país, es porque un puñado de políticos que podía, no ha hecho nada por evitarlo, y otro gran montón se ha parado a mirar cómo sucedía. Os recuerdo, aunque sé que no os hace falta, que hemos contemplado estupefactos cómo los representantes de la ciudadanía ponían todos los medios y caudales para luchar hombro con hombro con los bancos y cajas mientras los ciudadanos perdíamos trabajo, casa y posibilidad de vivir. No de vivir dignamente, no solo, sino de comer. Os recuerdo, aunque sé que no os hace falta, que todos esos ciudadanos que boquean entre la estupefacción y la rabia más humana, más comprensible, no amenazan muerte, bala ni bomba. Sólo interrumpen la acomodada vida de quienes, pudiendo hacerlo, no han movido un músculo para evitar su exclusión social, en el sentido más bárbaro del término.
Qué fácil era reclamarse de izquierda desde las tribunas de un país que era rico, más o menos como ahora. Qué fácil era estar con los pobres, con los débiles, cuando tenían el viaje pagado a Benidorm. Qué dura me resulta ahora la vergüenza que siento.
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