De un tiempo a esta parte quedo con personas que, en
realidad, no tienen un gran interés en charlar conmigo. Esto podría minar mi
autoestima pero una suerte de optimismo insensato me lleva a pensar que amar y
no hacer ni puto caso pueden ser compatibles. Yo sé que esas personas que no
muestran mucho interés en hablar conmigo me quieren. Si no fuera así,
entendámonos, no quedaría con ellas. Esas personas me escriben mensajes
rebosantes de cariño: por e-mail, por sms, por Whatsapp, por Facebook, por
activa y por pasiva. Y en esos mensajes hay frases tan apasionadas que parecen
extraídas de un bolero. Son frases que antes en España no se decían pero que,
ahora, gracias a la revitalización del género epistolar propiciado por las
nuevas tecnologías, están en auge. Esas personas me dicen que me adoran. Que me
adoran y que cuentan los días para verme. Que cuentan los días y que me
quieren. Que me quieren y que nos va a faltar tiempo en una cena para contarme
todo lo que me tienen que contar. Que nos va a faltar tiempo y que están
deseando conocer mi opinión. Que desean conocer mi opinión y que nadie como yo
para compartir este y otro secreto. ¿Y por qué? Porque soy adorable. Eso me
dicen. El mundo de la tecnología ha bolerizado el género epistolar. Ha
generalizado el lenguaje de las postales románticas y ahora lo que toca es
escribirse con palabras de novios antiguos de los años cuarenta. Y, aunque yo
soy de esa generación en la que si tus padres te decían "te quiero"
es porque o se iban a morir ellos o te ibas a morir tú, tengo el corazón débil
y, cuando una persona me pide una cita con palabras tan melosas, soy incapaz de
no creerme un poco la pasión que sienten hacia mí. Esas personas son las que te
reciben con los brazos abiertos en un restaurante, te dan un beso apretado y
unen sus pechos sin pudor contra tus pechos, por no hablar de otras partes que
también entran en contacto, en estos abrazos actuales; sean hombres o mujeres
los que intervengan en ellos. Esas personas son las que acto seguido de
desdoblar la servilleta y ponerla sobre sus piernas, sacan el móvil del bolso o
de la chaqueta y lo colocan al lado del plato. Esas personas de las que hablo,
las mismas que me adoran por escrito, suelen tener un iPhone o una Blackberry,
a través de los cuales me escriben a mí esos deliciosos mensajes. El problema
es que mientras están conmigo no renuncian a comunicarse con terceras personas.
Con un ojo me miran a mí, que estoy situada a la izquierda, por ejemplo, y por
el rabillo del otro, miran a su querido aparatito. Suena una campanilla. Les ha
entrado un mensaje. Lo leen tan rápido que casi no lo noto. Entonces, sonríen.
Sonríen como si alguien les hubiera contado un secreto, o algo picante, o como
si les acabara de llegar una información crucial. Pero, desde luego, no sonríen
por la conversación que tiene lugar en la mesa. Esas personas, las mismas que,
con desesperación, anhelaban verte, te dicen, perdona, perdona un momentito, y
se ponen a teclear un mensajito con un solo dedo. Qué dedo más rápido tienen
esas personas. Es un dedo entrenado para escribir como si a uno le hubieran
amputado la mano izquierda. Una vez terminado el mensaje la conversación
continúa. Continúa hasta que vuelve a sonar de nuevo la campanilla: el amante,
el amigo, el jefe, el cómplice, el plasta, ha contestado. Nueva sonrisa de esas
personas que nos quieren tanto. Y como poco a poco van perdiendo la vergüenza,
toman el iPhone o la Blackberry con las dos manos y teclean entonces con los dos
pulgares. Qué maravilla de pulgares. Parece que han ido a una academia de
mecanografía con pulgares para iPhones. Viene el camarero a tomar nota de la
comanda y como las personas que tanto me quieren están ya apoyadas en el plato
escribiendo a velocidad de vértigo mensajes tan apasionados, imagino, como los
que me pusieron a mí, soy yo la que encarga el vino, el picoteo del principio
y, si se me ha informado antes, el plato elegido por las personas que tanto
deseaban este encuentro. No siempre una se siente ignorada, en lo absoluto. Hay
ocasiones en las que los dueños de la Blackberry o el iPhone te hacen partícipe
de los mensajes recibidos, y tú puedes aportar algo en las contestaciones. A
veces se trata de los amantes y entonces ya vives con excitación delegada. Ha
habido ocasiones en las que las personas que me quieren se intercambian fotos
con dichos amantes. No fotos a lo Scarlett Johansson, porque no son horas.
Imagino que ese tipo de instantáneas de corte más íntimo las dejan para cuando
están encerrados en el cuarto de baño de su hogar, mientras sus maridos o sus
mujeres están acostando a los niños. El móvil ha supuesto una revolución en el
universo de la infidelidad. Quiero decir con esto que no soy uno de esos
espíritus rancios que discuten las ventajas que para muchos ciudadan@s ha
supuesto la irrupción de la nueva telefonía. Solamente quisiera expresar el
desconcierto que me produce el que personas que tanto me adoran y desean
compartir una hora y media de mesa y mantel conmigo no sean capaces de olvidarse
del puto móvil durante un tiempo ridículo de sus hiperconectadas vidas. Que lo
comprendo todo, sí, ¡que yo también tengo iPhone!, pero que lo dejo metido en
el bolso. Joé.
Elvira Lindo
http://elpais.com/diario/2011/10/02/domingo/1317526231_850215.html
Este articulo apareció en la edición impresa de El País el Domingo, 2 de octubre de 2011
Este articulo apareció en la edición impresa de El País el Domingo, 2 de octubre de 2011
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