Año 1931. Como recuerdan los historiadores Cabrera y Del
Rey, sólo diez nobles poseían como mínimo (todavía no existía un mapa de la
riqueza rústica) el 0,8% de territorio nacional. Pongamos algunos ejemplos: el
duque de Medinaceli, 79.000 hectáreas; el duque de Peñaranda, 51.000 hectáreas;
el duque de Vistahermosa, 47.000; el duque de Alba, 34.400. La lista es
interminable. De hecho, los 89 grandes de España restantes poseían al menos un
0,6% adicional del territorio. En total, más de 7.000 kilómetros cuadrados que
se repartían unas docenas de familias.
El resultado es conocido. España tenía en el primer tercio
del siglo XX una estructura social más propia del feudalismo que de la edad
contemporánea. Hasta el punto de que apenas el 4% de los propietarios o
cultivadores (unos 164.000 individuos) retenía, al menos, el 49,5% de la renta
agraria, fundamental en la producción nacional en un país que vio pasar de
largo la revolución industrial.
Entre todos los aristócratas destacaban el duque de Alba y
el del Infantado. No es para menos teniendo en cuenta que la Restauración
convirtió en referente social todo lo que oliera a aristocracia. Entre 1874 y
1931, ‘nacieron’ 167 condes, 30 vizcondes y 28 barones.
La causa era muy simple. Los nuevos burgueses querían
emparentarse con la vieja nobleza arrinconada durante el auge del liberalismo.
Aunque pueda parecer sorprendente, el nombre del duque de Alba -al borde de la
ruina a principios del siglo XIX pese a que seguía cobrando diezmos, un tributo
medieval- no figura en los anuales financieros españoles hasta los años 20 del
pasado siglo. A partir de ese momento, sin embargo, todo cambió.
Con la explosión del comercio, tras la pérdida de las
colonias y la repatriación de ingentes fortunas, los nuevos industriales y
banqueros querían estar cerca de la Corona, y el camino más recto eran los
aristócratas sumisos a Alfonso XIII. Eso explica, por ejemplo, que Jacobo
Fitz-James Stuart -Jimmy para los amigos- fuera llamado a presidir, por
ejemplo, Plus Ultra Cinematográfica pese a no poseer ningún título de la
compañía. Igualmente, fue accionista del Metro de Madrid, la obra pública más
importante de la época, de la mano de su amigo Alfonso XIII, también
accionista.
Sin embargo, sus mayores ingresos los obtuvo por la
presidencia de Standard Eléctrica, la compañía que creó la estadounidense ITT
tras adjudicarse Telefónica en una polémica subasta, y que tenía el monopolio
de los suministros a la filial estadounidense de telefonía.
Un conservador autoritario
El marqués de Urquijo -muy unido también a Alfonso XIII- fue
su socio de correrías financieras. Pero mientras éste era realmente un hombre
de negocios (fue clave en el renacimiento industrial de España), Jacobo
Fitz-James Stuart -a quien se ha
definido políticamente como un conservador autoritario- no era más que un
refinado dandi volcado en la práctica del polo y en el disfrute de las bellas
artes, pero completamente ignorante en lo relacionado con operaciones
mercantiles. Simplemente, subcontrataba sus títulos nobiliarios al mejor
postor, lo que dio alas a la Casa de Alba.
Para hacerse una idea de lo que significaron aquellos años
en que reinaba la aristocracia y el poder caciquil, basta decir que de no
mediar la crisis demográfica derivada de la guerra civil y la postguerra,
España hubiese tenido en 1950 el mismo número de analfabetos que en 1887.
El duque de Alba y el rey, además invirtieron en comandita
en la Compañía del Golfo de Guinea y en CHADE, la eléctrica que presidiría
Cambó en su exilio y que acabó siendo nacionalizada en Argentina. De esas
operaciones nace su fortuna.
Éste es, en realidad, el contexto en el que vivió la
‘rebelde’ duquesa de Alba, convertida en los últimos días en una especie de
princesa del pueblo por su forma campechana de entender el mundo y su
‘sevillanía’. La causa de tal disparate probablemente tenga que ver con esa
fascinación por el poder que está en el ADN de un país tradicionalmente de
lacayos, que ha visto pasar dictaduras y asonadas militares con total
normalidad. Y que se manifiesta incluso ahora con toda crudeza, cuando la
corrupción emerge, precisamente, porque quien debe ejercer los contrapoderes
(jueces, políticos, periodistas, académicos… no lo hacen).
Sin duda, porque en España nunca hubo una revolución liberal
capaz de expulsar de la historia a la vieja y rancia aristocracia del Antiguo
Régimen, como sucedió en la mayoría de los países europeos.
En España, muy al contrario, estar cerca de la nobleza era y
es un timbre de gloria para los burgueses advenedizos, y eso es lo que explica
su supervivencia. Incluso, exdirectores de periódico que se dicen liberales y
hoy se presentan como ‘antisistema’ encabezaron hace años un movimiento de la
nobleza para establecer la igualdad de sexos en la sucesión de los títulos,
cuando si hay algo que choca contra el liberalismo es, precisamente, el Antiguo
Régimen y su corte de holgazanes. El despropósito ha llegado hasta nuestros
días y el anterior monarca ha ido repartiendo títulos nobiliarios entre sus
amigos como se si tratara de un rey feudal.
Las manos muertas
Es evidente que doña Cayetana no es la responsable de las
tropelías de su padre ni de su estirpe, pero ocultar lo que ha significado la
Casa de Alba para este país como se ha hecho en los últimos días, refleja el
desprecio por la historia, lo que hace que España caiga una y otra vez en los
mismos vicios. Las recesiones y los elevados niveles de desempleo no caen del
cielo, son fruto de errores cometidos en el pasado.
Y ver ovacionando a miles de ciudadanos con lágrimas en los
ojos a la insigne representante de una rancia aristocracia sólo puede repeler
en el siglo XXI. Sobre todo cuando esas muestras de dolor se hacen desde una de
las regiones más pobres del país, con altísimos niveles de paro a causa de su
secular atraso económico.
Debido, precisamente, al poder de esas manos muertas que
denunciaban hace más de un siglo los regeneracionistas. Ya decía hace algún
tiempo el expresidente extremeño Rodríguez Ibarra, con razón, que cuando un
señorito invitaba a los pobres a una fiesta flamenca era para dar palmas.
Da todavía más náuseas, escuchar, o leer, a un exalcalde
sevillano, que se dice socialista, retratando a doña Cayetana como
‘machadiana’, cuando el bueno de don Antonio -que murió sólo y pobre en el
exilio de Colliure abrigado por el mismo gabán de toda la vida- representaba
justamente lo contrario que la Casa de Alba: la humildad.
Y hablando de Machado, no estará de más recordar que en una
ocasión Churchill, siendo Jacobo Fitz-James Stuart embajador español en Londres
en los años más negros del franquismo (era pariente muy lejano del premier
británico) le recomendó que Franco diera una amnistía para aquellos que había
perdido la guerra y que literalmente se morían de hambre (no eran los
dirigentes políticos). El duque le contestó que no podían dejarse impunes
400.000 crímenes. Todo un gesto de magnanimidad para un hombre de tan alta
alcurnia.
Existe, en este sentido, una foto que hace años distribuyó
la propia Casa de Alba en la que se ve al duque enfundado en un mono de trabajo
observando con cierta incredulidad los destrozos que habían ocasionado los
bombardeos nazis sobre Londres, justamente cometidos por los aliados del
Gobierno que él mismo representó hasta 1945. Es decir, durante los momentos de
mayor represión del régimen. No estará de más recordarlo antes de que el país
se bañe en lágrimas por una representante de la Casa de Alba.
Carlos Sánchez
Leído en: http://blogs.elconfidencial.com/espana/mientras-tanto/2014-11-23/los-lacayos-de-la-duquesa_501262/?utm_source=dlvr.it&utm_medium=facebook
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