Siempre que veo una tía en patines me apetece tomar un
vermú. No me arrojo a ellas por vergüenza, pero el impulso me quema las
rodillas mientras con la mirada me hipnotizo en las suyas. Soy el orgullo de
Iván Pávlov, la constatación viva de su Ley del Reflejo Condicional, del perro
que saliva, del hombre que babea, etcétera. El vermú, además del estadio más
próximo a la felicidad que conozco, es una bebida magnífica: dulce y amarga,
aromática, fresca, brillante de color. Es una actriz del Hollywood clásico bañándose
en pelotas en tu vaso. Los entendidos prefieren el vermú francés, más cargado
de hierbas, y los banales, el italiano, más azucarado, porque también allí
ligan así, babeando un mediterráneo. A mí me gustan ambos, y también el vermú
de pueblo, y el vermú con sifón, o servido en copa con una cayena y un clavo de
olor (prueba). Y por supuesto, el vermú mainstream: «Donde estés y a la hora
que estés, un Martini te invita a vivir», en efecto. Aunque ese mismo ímpetu te
provocan otras dos marcas (apunta): St. Petroni y Falset. El primero lo elabora
Vermutería de Galicia con uvas albariño y constituye (atiende) una cumbre
gastronómica de este país. Es tan bueno que no necesita ni hielo, solo que esté
frío y tener alguien cerca, del sexo que gustes, para arrojarte encima. Cuesta
sobre 12 euros, con el valor añadido de venir en una botella tan chula que te
la guardarás. El segundo, de la Cooperativa Falset Marça, es un vermú catalán,
suave, fragante y ambarino, que ronda los 7 euros. Y como el anterior, también
empuja a patinar.
Leído en: http://blogs.eldiariomontanes.es/remartiniseco/2014/09/12/dos-vermus/
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