Mucho
se habla estos días en Europa sobre los procesos independentistas y los
nacionalismos. En la prensa, debates y noticieros, se analizan las
implicaciones políticas, legales y económicas de los potenciales nuevos
estados; se elaboran preguntas para referéndums (reales e hipotéticos) y se
llevan a cabo encuestas entre los ciudadanos. Los políticos de uno y otro bando
se enfrentan y desgañitan. Algunos, incluso, se ven a sí mismos como héroes
populares que pasarán a los anales de la eternidad de la mano de William
Wallace.
Sin
embargo, son escasos los análisis y estudios de calidad que nos brindan
elementos de juicio sobre las raíces de este fenómeno que despierta pasiones en
una sociedad cínica que, como la europea, parecía tan desligada del debate
político. Desde el bando separatista la mayoría esgrime una serie de argumentos
que justificarían la independencia, a saber: “nos vienen sojuzgando desde hace
centurias”, “queremos administrar nuestros recursos” y “somos diferentes”.
Sobre
el primer argumento se pueden verter ríos de tinta y creo que jamás se
alcanzará un consenso. La historia es tan selectiva como la memoria humana:
sólo se relatan —se recuerdan— determinados hechos en función de la
interpretación del narrador —del individuo— y, casi siempre, con un objetivo predeterminado.
Estos hechos nos llegan en la mayoría de los casos a través del prisma de los
vencedores, y cuando lo hacen a través del de los vencidos, es probable que
tampoco sean fieles del todo con lo que realmente aconteció. La versión de los
ingleses difiere de la de los escoceses, de la misma manera que la versión de
un amigo que ha tenido una trifulca con otro difiere radicalmente de la versión
de este último. En cualquier caso, aunque la narración histórica de los hechos
sea fidedigna, éstos no nos explican las verdaderas, secretas y oscuras causas
que los motivaron. Dicho de otra forma, es mucho más sencillo saber que se
libró una batalla y conocer sus detalles —número de soldados, tipo de
armamento, número de bajas y de heridos, ciudades conquistadas…— que los
verdaderos motivos y entresijos que la desencadenaron. Me temo que estos
últimos descansarán para siempre en las arcas del misterio. Pero es que en el
fondo último del asunto me cuesta comprender —y por tanto aceptar— que “por
motivos históricos” se argumente y justifique la independencia y creación de un
nuevo estado, sobre todo en el marco legal y político que nos brinda la actual
Unión Europea. Porque no puede ser lo mismo esgrimir el argumento de la
opresión histórica en la Europa actual, en la que más o menos todos han
conquistado a todos en los últimos siglos, que en el caso de los Territorios
Palestinos Ocupados, Tíbet o el Kurdistán. Y porque llevado a sus extremos,
este argumento —basado en acontecimientos del pasado— nos conduciría a absurdos
tales como pedir cuentas (indemnizaciones) al actual gobierno mongol por las
tropelías cometidas en Europa por el Genghis Khan y sus hombres–caballo en el
siglo XIII. Y viceversa.
Sobre
el segundo argumento se puede igualmente discutir largo y tendido. Es
significativo que los procesos separatistas se intensifiquen en épocas de
crisis económica. Cuando esta última es boyante pocos son los que se atreven a
blandir la espada del secesionismo. Cuesta creer que en el actual marco legal
europeo no se puedan debatir y alcanzar consensos de cara a la gestión de los
recursos (y de los impuestos) antes que llegar al extremo traumático de una
secesión territorial. Quizá sería más honesto decir “queremos cambiar de manos
determinados contratos multimillonarios”.
Pero
es en el tercer argumento donde radica el aspecto más peligroso del asunto. Al
margen de que el hecho diferenciador no se sostiene demasiado desde el punto de
vista cultural, científico y étnico —que alguien me demuestre lo contrario si
me equivoco—, no es un argumento intrínsecamente válido. Porque de la misma
manera que se pueden esgrimir “elementos diferenciadores” (erróneamente
considerados como “separadores”), se pueden identificar fácilmente los comunes.
Un buen padre de familia camboyano quiere para sus hijos esencialmente lo mismo
que uno belga, español o guatemalteco. El fondo del asunto no radica en la
diferenciación–separación ambiciosa y mezquina, sino en la utilización
conjunta, solidaria y sostenible de nuestros recursos planetarios. Lamentablemente
es en este argumento, de tan fácil manipulación en épocas de crisis, donde se
asientan —una vez más— los procesos nacionalistas más rancios, irracionales y
de oscuras motivaciones. Desde la infancia nos bombardean con mensajes del tipo
“primero tú, tu familia, tu tribu, tu región, tu país”. Esta mentalidad se basa
en el desconocimiento de la realidad del otro, que pasa a convertirse en el
demonio depositario de todos nuestros males, cuando, en realidad, a ese otro lo
han bombardeado con el mismo mensaje pero en sentido inverso. El
desconocimiento del vecino genera miedo, el miedo nos vuelve inseguros, la
inseguridad es la madre de la agresividad defensiva, y de ahí a la
confrontación directa nos separa un paso muy corto. Somos diferentes, ergo somos
mejores. El caldo de cultivo para el nacionalismo ignorante, que tanto daño ha
hecho a través de los siglos, está servido en bandeja.
Es
una enorme pena que se pierdan tantos recursos en torno a este asunto —tiempo,
dinero, capacidad creativa…—, de la misma manera que gastamos al año diez veces
más en armamento que en programas de lucha contra la pobreza.
El
sentimiento nacionalista basado en la diferenciación y la singularidad —y no en
la auténtica libertad frente a una verdadera situación de opresión o
esclavitud— es contrario a la condición humana. Cualquier proceso que implique
una resta, una disminución en esa condición, implica un retroceso en nuestra
evolución. El hombre será único, universal, humano, o seguirá humillándose
eternamente.
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