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miércoles, 23 de octubre de 2013

Simplemente Frida

¿Se puede construir algo hermoso desde el dolor? ¿Se pueden derribar los muros de lo acontecido, de lo que nos golpea duramente a la puerta y nos llama a abandonarnos en el olvido y buscarle los  colores a lo  que ya se había oscurecido?  La historia de Frida nos dice que sí.
 
Frida pintaba los días de color azteca. Buscaba en la reivindicación  de la bandera de ese pueblo que amaba, ahogar los gritos que bramaban en su pecho como queriendo salir. Cada cuadro nos habla, y pareciera invitarnos a reconstruir como piezas de un rompecabezas macabro, las piezas de cuerpo y alma de una mujer a la que la vida nunca terminaba de desarmar. Después de los accidentes que sufriera y que la dejaran sin la libertad del andar, enarbolaba aún el brillo de sangre que la haría única en una sociedad que, escandalizada, contemplaba impávida cómo había sabido superar el dolor de la pérdida de 8 embarazos, y los plasmaba en trazos sangrientos que asestaban a la cara de los magnates que preferían verla como una muestra de excentricidad (“Henry Ford Hospital” es una muestra inefable de ello).
 
Genuina, Frida escribía en una oportunidad: “Tuve dos accidentes en mi vida: el primero, el del autobús, el segundo; Diego”. Rivera contribuía al espíritu desenfrenado de Frida. Miembros del Partido Comunista de su país, se fundieron en una pareja de esas de culebrón mexicano, repleta de idas y vueltas, donde la práctica del amor libre, y la ausencia de propiedad privada de los sentimientos se traducía en miles de secuencias de infidelidades y aventuras; y en un acompañamiento ciego en el frondoso camino del arte que le esperaría.
 
Frida se reinventaba una y otra vez; surgía de los sombríos momentos estallando en los mil colores de una América que no se dejaba de imaginar, revolucionaria se conducía a través del llanto escapando a las frivolidades y a los escaparates mágicos que venían desde Gringolandia, llevando como estandarte el hambre de miles de campesinos mexicanos, la defensa de la mujer como ser divino, la lucha contra los mandatos sociales y las “buenas costumbres”. Frida evade con fe siniestra la falta; y se llena, se completa, se vuelve universo a partir del deseo. El deseo la nubla y le alivia el dolor de la pierna que le falta, el deseo la abraza cada vez que la mala suerte y su cadera maltrecha le arrebatan los hijos; el deseo le impide ver que el amor de su vida se le pierde entre mil sábanas arremolinadas, pero por sobre todas las cosas; es el deseo el que le permite superarse; y aún en los tiempos más difíciles en los que el trazo ya no la acompaña con precisión, Frida pinta con justicia los colores de un mundo amerindio donde los campesinos, los aborígenes y los proletarios, son dueños de la tierra que los vio nacer, y los pinta con convicción hasta su puta muerte. Los pinta, a medida que los colores de su vida se apagan, sin miedo posible. Trazos de colores estridentes, los colores de México, autorretratos donde la crudeza convive con lo bello de su realidad, desnuda su pata de palo, vestida de hombre y con posición viril, después llegarían las máscaras y las naturalezas muertas que testifican silenciosas su agonía, hasta las postreras horas de la pintura más comprometida, en la que su voz, la de la revolucionaria del pincel profiriera alaridos de política convicción.
 
El sufrimiento ha hecho de Frida quien es: no un icono mercantil plasmado en zapatillas y artículos de moda. La ha hecho una iconoclasta del tiempo en que las tierras y los campesinos mexicanos parecían haber nacido con otros dueños; en una época sesgada por el miedo a que la virtud clásica se viera opacada por lo mundano, por lo natural. La ha hecho ser Frida como ninguna otra hubiese podido serlo.

Por Martina Kaniuka
Leído en: http://cracmagazine.wordpress.com/2013/10/06/simplemente-frida/

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