Hace unos años reuní en un programa de TVE a
Alberto Ruiz-Gallardón y Joaquín Sabina, amigos y residentes en Madrid. A la
pregunta de si coincidían en algo más que en la tirria que el PP profesaba a
ambos, respondió agudo y sarcástico Gallardón que no era verdad: «A Joaquín lo
quieren mucho en el Partido Popular». Cabe preguntarse cuánto nos va a costar a
nosotros y a la democracia española que el actual ministro de Justicia sea
reconocido entre los suyos como uno más; qué digo, como el que más. De momento,
los que le detestaban en sus filas no flaquean ni se ablandan, y los que le
defendimos como representante de una derecha cosmopolita, centrada y dialogante
estamos como los bancos: no damos crédito.
España tiene la maldición histórica de las
contrarreformas. Desde hace siglos, a la mínima oportunidad se desmarca de
Europa y se ensimisma en un mundo rancio que nos devuelve a la casilla de
salida. Gallardón (junto a Wert, el de la religión evaluable en la escuela) es
el ariete de esa vuelta al pasado con una nueva ley del aborto que no acaba de
concretar, al parecer porque espanta incluso a los suyos. Pero eso no es todo.
La reforma del Consejo General del Poder Judicial, que se encuentra ya en el
Senado y a pocos días de ser aprobada por el pleno, ha conseguido que jueces de
todas las tendencias y asociaciones se pongan de acuerdo en algo: supone una
intolerable injerencia política y un intento de control claro del poder
judicial. Con el Ejecutivo y la mayoría absoluta del legislativo, solo faltaban
los jueces en el Monopoly del poder. Y con el poder pasa, al parecer, como con
el dinero: que nunca se tiene bastante. No es que Montesquieu esté enterrado,
es que le han hecho una peineta estilo Bárcenas.
Acaba de celebrarse esta semana una reunión
insólita de la mayoría de magistrados del Tribunal Supremo, asustados por
diversos aspectos de la reforma. «Espero que una cara sea la del ministro y
otra la del PP, para que vuelva la cordura», dijo hace ya meses la portavoz de
los jueces conservadores. De momento, gana Gallardón: apenas ha introducido
unos retoques cosméticos en su proyecto invasivo para la justicia. Con las
tasas consiguió que la pelmaza clase media dejase de litigar o buscar el amparo
de los jueces. Ahora falta jibarizar el órgano de gobierno de la magistratura
-se maneja mejor a cinco que a 21- y prohibirle hablar en los medios o hacer
valoración alguna sobre los asuntos pendientes en los tribunales. También la
ley orgánica del Poder Judicial intenta amedrentar a los medios de comunicación
que no informen con veracidad sobre cuestiones pendientes en los tribunales.
¿Son veraces los papeles de Bárcenas, por ejemplo? ¿Dejamos de hablar de Gürtel
hasta que haya veredicto?
Si consentimos que el poder judicial sea una
sucursal del Ministerio de Justicia, asumamos que se acabará pronto la
corrupción. El conocimiento público de la corrupción, quiero decir. Y, con
suerte, hasta su castigo.
Julia Otero en Al Contrataque
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