A pesar de ser citada como la profesión más antigua del mundo, la prostitución sigue siendo un asunto tabú que no deja a nadie indiferente. A mí me produce una mezcla de sensaciones, entre ellas tristeza por las personas que creen que vender su cuerpo es su única opción, o peor todavía por las que lo hacen contra su voluntad.
Siempre había sentido cierto desprecio hacia los hombres que utilizaban los servicios de prostitutas simplemente por vicio. Sin embargo, al ver el documental Yo, Puta, mi opinión cambió. Un hombre en particular explicaba que simplemente estaba harto del rechazo de las mujeres. Lo que echaba en falta era la intimidad y no le quedó más remedio que pagar por ella. Aunque su reflexión parece obvia, yo nunca la había considerado antes, y en lugar de sentir desprecio, sentí lástima.
En mi entorno, tengo amigos que tienen opiniones diversas sobre este asunto. Por una parte están quienes jamás considerarían la idea de visitar a una prostituta, porque el mero hecho de pensar en que un número indefinido de hombres haya podido estar allí antes que ellos en el mismo día, ya les quita las ganas. Por otro lado están aquellos que van cuando se presenta la ocasión. Sin embargo, para muchos de estos últimos, se trata más de una ocasión para expresar el vínculo entre amigos o compañeros de trabajo que sólo pagar por sexo.
No obstante, me intriga que existan casos de personas que pretendan disfrutar trabajando como escort (acompañantes), como por ejemplo en Las aventuras intimas de Belle de Jour. Su autora Brooke Magnanti dijo que uno de los momentos que más le excitaba era aquel justo antes de descubrir quien era su cliente. El libro se ha convertido en una serie de televisión, Diario de una prostituta, que ha tenido mucho éxito. Su mayor logro es que ha conseguido lo imposible en su manera de tratar un tema bastante serio con un toque de humor.
Al igual que muchas personas siempre he tenido una serie de preguntas que haría a una escort y de manera inesperada se me presentó la oportunidad no hace mucho tiempo. Fue el año pasado en un viaje a Madrid cuando quedé con una amiga para comer. No nos habíamos visto en años y lo primero que me llamó la atención fueron sus zapatos de tacón. Yo siempre la había recordado como una chica de zapatillas Converse, así que los centimetros de más la cambiaban de arriba a abajo. Además, llevar Jimmy Choo en plena crisis denotaba que seguramente las cosas le iban bien...
Me dijo que pidiera lo que quisiera, que invitaba ella, y que no importaba lo que costara puesto que ella “cobraba cada día” - comentó con risas. Mientras miraba la carta, noté que no paraba de hacer y contestar llamadas y mensajes en dos teléfonos distintos. Durante la comida hizo varias insinuaciones acerca de su profesión, pero no fue hasta más tarde, después de un vaso de vino, que ya admitió su secreto de forma clara. Primero, me quedé fascinada y empecé a hacerle todo tipo de preguntas; sobre sus clientes, si lo disfrutaba y lo más importante, cómo lo escondía ya que vivía en pareja. Para ella todo se limitaba a mantener su independencia económica y tenía intenciones de dejarlo en cuanto pudiera para empezar un negocio con el dinero ahorrado. Cuando llegó la cuenta, saber que mi amiga había tenido que acostarse con desconocidos para pagarla, me hizo sentir algo extraña y la comida que había sido exquisita perdió parte de su sabor.
Después fuimos a dar un paseo por las tiendas y ella quiso mirar más zapatos. Fue entonces cuando me contó cuanto cobraba por sus servicios. Trabajaba de forma independiente, cobrando 250 euros por una hora de su tiempo que podía consistir en relaciones sexuales, hablar o simplemente disfrazarse para un cliente. Al ver unos zapatos que le gustaban y costaban 495 euros, dijo: “Dos horas de trabajo”. Durante el resto de la tarde, no pude evitar hacer cálculos en términos de horas de trabajo. Compró los zapatos y dos vestidos, que junto a la comida hicieron un equivalente a 3 horas y media de trabajo.
Me pregunté cómo serían estos cálculos para mujeres que se prostituyen para alimentar a su familia. Comparado con ellas, la vida de mi amiga parecía una fantasía. No sé qué me parece más triste; vender tu cuerpo pensando en tacones o pensando en cómo tu familia va a comer mañana. Por supuesto existen personas que trabajan en la prostitución que disfrutan plenamente de lo que hacen, aunque estoy convencida de que es una minoría.
Todos trabajamos para mantener nuestros estilos de vida, y si la cosa más agradable que puedes hacer con otra persona se convierte en un negocio, entonces es esa "operación mercantil" lo que se vuelve tabú, y no el acto en sí.
Venus O'Hara/elpais.com
Leído en: http://blogs.elpais.com/eros/2012/04/pagando-por-sexo.html
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