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sábado, 6 de abril de 2013

Otro pobre político arruinado

La apariencia en política, como en la vida, es un arma de doble filo. Es verdad que todos, en todas las facetas de nuestra vida, colgamos estandartes de aquello que queremos ser, de la imagen que queremos dar ante los demás, de las sensaciones que intentamos transmitir o, simplemente, de la vida que queremos construir mientras van pasando los años. Nunca somos, realmente, lo que aparentamos, en buena medida porque existe un afán comprensible de rebeldía interior con aquello de nosotros mismos que no nos gusta y, en parte también, porque aspiramos a ser algo más, algo mejor.

La apariencia, en fin, como un símbolo de superación, como un síntoma de sociabilidad, pero asentada en la realidad. Todo lo que exceda de esos límites convierte ya el afán de apariencia en una patología, una impostura, que transforma en seres patéticos a aquellos que intentan ofrecer de sí mismos la imagen de lo que no son, de lo que nunca serán. Ya no es superación, es impostura, es falsedad. Dárselas de algo que no se alcanza. Y llega tan alto el engaño que, en ocasiones, se pretende incluso demostrar que no es cierto aquello que estamos viendo.

En política, que es en muchos sentidos el arte de la apariencia por la importancia fundamental que tiene la imagen que se transmite, también se puede dibujar la misma división. La parte buena, aquella que dejó sentenciada el César, establece la apariencia como una exigencia redoblada de transparencia: el hombre público no sólo tiene que ser honrado, sino que debe ofrecer una imagen de honradez; no basta con serlo sino que, además, hay que parecerlo.

La parte negativa es la que convierte la apariencia en un objetivo en sí mismo, en vez de que la apariencia sea un espejo de la verdad, ser honrado y parecerlo, se crea un mundo de simulación en el que lo complejo es descifrar dónde está la realidad. Una buena muestra la encontramos en el propio lenguaje político, que parece diseñado para camuflar los acontecimientos, para ocultarlos. Aquello que, de forma abrupta, dejó dicho Orwell: “El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de consistencia al puro viento”.

Ahora que hemos conocido la declaración patrimonial del presidente de la Comunidad de Murcia, Ramón Luis Valcárcel, es inevitable remontarse a aquella otra polémica hermana de ésta que se originó cuando el entonces presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, declaró que todos sus bienes se reducían a una pequeña casa hipotecada, un coche viejo y 3.000 euros en la cuenta bancaria. Chaves juró y perjuró que esa era toda su fortuna y, para remarcarlo, añadió, chulesco, que no había ahorrado en su vida “porque no me ha dado la gana”. Como quiera que Chaves lleva toda su vida en política, y casi tres trienios con sueldo de ministro, al personal no le cuadraban las cuentas. Y por eso, en un programa de televisión, un cocinero de Málaga se levantó y le espetó: “Pues yo no me lo creo”. Y todo dios, en sus casas, asintió con la misma afirmación.

¿Cómo se va a creer nadie, ahora, que el presidente de Murcia sólo tenga 122 euros en su cuenta bancaria  y dos coches con más de diez años? Porque lo otro, el patrimonio inmobiliario que declara Valcárcel, es, sencillamente, de ruina: inmuebles que están valorados algo más de la mitad de una hipoteca de tres cuartos de millón de euros y de la cual le queda aún la mayoría por pagar. Con un sueldo de 80.000 euros anuales, una declaración como ésa es síntoma de despilfarro, antes que de transparencia. Como le ocurría a Chaves, lo preocupante de la declaración de Valcárcel es que la gestión de una comunidad autónoma esté en manos de alguien que es una ruina administrándose a sí mismo. Parece como si los dos, con sus declaraciones, quisieran inspirar pena, para contrarrestar la aversión que existe hacia la clase política por sus privilegios, y lo que consiguen es todo lo contrario.

Nunca he pensado que la publicación de los bienes patrimoniales de quienes se dedican a la vida pública conduzca a ninguna parte ni que pueda beneficiar en nada a la política, entre otras cosas porque esa exhibición pública, el desnudo en medio de la plaza, lo único que consigue es ahuyentar de la política a aquellas personas que tienen un pasado profesional brillante, aquellos que tienen en sus currículos mucho más que trienios y trienios de puestos de salida en las listas electorales.

Ni la corrupción se ataja con esa falsa transparencia, como se puede demostrar con sólo analizar los casos latentes estos días, desde las cuentas de Bárcenas al descontrol de los ERE, ni la política se regenera con esas declaraciones públicas. Ahora bien, sentado esto, lo que cabe esperar es que, cuando se publica una declaración patrimonial, al menos sea creíble. Que ya nos contará Valcárcel, entre otras cosas, cómo se consigue que con 122 euros en la cuenta una entidad bancaria le conceda a uno un crédito hipotecario de 750.000 euros.

Javier Caraballo en El Confidencial
http://www.elconfidencial.com/opinion/matacan/2013/04/02/otro-pobre-politico-arruinado--11016/

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