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sábado, 1 de diciembre de 2012

Jorge y Maruja

Pagué la comida con la tarjeta de crédito y el camarero me devolvió equivocadamente la de una mujer, una tal Maruja Contreras, que cuando quise localizar ya había salido del restaurante con la mía. No hice nada por arreglar la situación. Pensé que ya se encargaría ella, o que el asunto se resolvería solo. Atravesaba una época de odio a los trámites y no medí bien las consecuencias. Entre tanto, iba a todas partes con la tarjeta de crédito extraña en la cartera, como una identidad falsa, una prótesis, hasta que al tercer día me animé a utilizarla en otro restaurante de la calle Velázquez. Nadie advirtió, pese a mi barba, que era muy improbable que me llamara Maruja, lo que me animó a continuar empleándola, aunque sin abusar, con la misma liberalidad o avaricia, según se mire, con que habría utilizado la propia. Quizá me excedí en una corbata absurda, de primavera, con demasiados colores, un detalle poco austero para mi carácter que no me habría atrevido a perpetrar en mi personalidad de Jorge, que es como en realidad me llamo, Jorge Contreras: tengo el mismo apellido que Maruja, de ahí la confusión del camarero. Al mes, recibí la habitual lista de gastos de mi tarjeta de crédito y me sorprendió comprobar que tampoco Maruja había derrochado mi dinero: Cinco o seis restaurantes (todos bastante caros, eso sí), alguna tienda de ropa, un supermercado, y un par de librerías.

Tal vez una relación de gastos no sea una cosa muy íntima, pero mi sensación, mientras la revisaba, era la de observar a Maruja por el ojo de la cerradura. Ignoraba cómo era su aspecto (no me había dado tiempo a verla) ni que edad tenía, aunque mientras revisaba las fechas de las compras y los establecimientos, podía rehacer sus itinerarios. Un día entró en tres comercios diferentes de la calle Velázquez y en el Crisol de Juan Bravo, donde se gastó diez mil pesetas en música y literatura. Eso me humilló un poco, la verdad. Pensé que quizá quería hacerse la culta, o hacerme el culto a mí, si consideramos que todo lo suyo lo pagaba yo. Por otra parte, cuando intentaba imaginar a la mujer revisando la cuenta de gastos de su tarjeta para averiguar mis hábitos de consumo, crecía la humillación, pues éstos eran más bien convencionales. Siempre he aspirado a leer El Quijote y a escuchar ópera, pero finalmente escuché el Quijote (en la radio) y leí un folleto sobre ópera para poder opinar en público. Todo al revés.

Empecé a esperar ansioso, en fin, las cartas del banco y luego analizaba minuciosamente cada objeto adquirido por Maruja. A veces iba a las tiendas en las que los había comprado para pisar el mismo suelo que ella, y tomar en mis manos los objetos que quizá también habían estado en las suyas. Durante todo este tiempo, Maruja fue modificando sutilmente sus costumbres. Creo que se volvió más detallista, y en las últimas semanas no era raro que adquiriera flores o prendedores del pelo. Me gustaba imaginar que hacía todo eso para seducirme y comencé a comprar también como si ella me observará, oculta, desde algún rincón de los establecimientos. Adquirí una colección de discos de música clásica y una pequeña biblioteca de títulos fundamentales, aunque todavía no he leído el Quijote. A veces compraba también ropa interior de mujer para que ella pensara que era un hombre dotado de esa clase de sensibilidad. Fue en lo que más dinero me gasté, pero lo compensaba comiendo menos fuera de casa.

Podríamos haber pasado así la vida, intercambiando nuestras facturas como si fueran besos, o caricias. Hasta me quité la barba con la idea fantástica de que de ese modo me parecía más a Maruja Contreras. Pero un día fui a pagar unas braguitas y aunque nadie se atrevió a decirme que yo no fuera ella, me indicaron que la tarjeta estaba caducada. Y era verdad. Jamás pensé que una historia de amor tan extraordinaria pudiera terminar por un problema que hasta ese día creí que sólo afectaba a los yogures. Aunque tampoco quiero engañarme con respecto a eso: quizá la existencia no dé más de sí.

Al poco, debió de vencer también la mía, porque recibí una nueva del banco, que como es lógico estaba ya a nombre de Jorge Contreras. Pero no la uso. Ese individuo nada tiene que ver conmigo. Yo me siento más Maruja, sin que ello implique un cambio en mi dirección sexual o algo por el estilo. Quiero decir que lo poco que yo tenía de valor se lo quedó ella con mi tarjeta caducada. Soy un cuerpo vacío, en fin, un traje colgado de una percha en una casa sin dueño. Quizá haya llegado el momento de leer el Quijote.

Por Juan José Millás para El País
http://elpais.com/diario/1999/06/13/madrid/929273054_850215.html