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lunes, 4 de enero de 2016

Tener clase

No depende de la posición social, ni de la educación recibida en un colegio elitista, ni del éxito que se haya alcanzado en la vida. Tener clase es un don enigmático que la naturaleza otorga a ciertas personas sin que en ello intervenga su inteligencia, el dinero ni la edad. Se trata de una secreta seducción que emiten algunos individuos a través de su forma natural de ser y de estar, sin que puedan hacer nada por evitarlo. Este don pegado a la piel es mucho más fascinante que el propio talento. Aunque tener clase no desdeña la nobleza física como un regalo añadido, su atractivo principal se deriva de la belleza moral, que desde el interior del individuo determina cada uno de sus actos. La sociedad está llena de este tipo de seres privilegiados. Tanto si es un campesino analfabeto o un artista famoso, carpintero o científico eminente, fontanero, funcionaria, profesora, arqueóloga, albañil rumano o cargador senegalés, a todos les une una característica: son muy buenos en su oficio y cumplen con su deber por ser su deber, sin darle más importancia. Luego, en la distancia corta, los descubres por su aura estética propia, que se expresa en el modo de mirar, de hablar, de guardar silencio, de caminar, de estar sentados, de sonreír, de permanecer siempre en un discreto segundo plano, sin rehuir nunca la ayuda a los demás ni la entrega a cualquier causa noble, alejados siempre de las formas agresivas, como si la educación se la hubiera proporcionado el aire que respiran. Y encima les sienta bien la ropa, con la elegancia que ya se lleva en los huesos desde que se nace. Este país nuestro sufre hoy una avalancha de vulgaridad insoportable. Las cámaras y los micrófonos están al servicio de cualquier mono patán que busque, a como dé lugar, sus cinco minutos de gloria, a cambio de humillar a toda la sociedad. Pero en medio de la chabacanería y mal gusto reinante también existe gente con clase, ciudadanos resistentes, atrincherados en su propio baluarte, que aspiran a no perder la dignidad. Los encontrarás en cualquier parte, en las capas altas o bajas, en la derecha y en la izquierda. Con ese toque de distinción, que emana de sus cuerpos, son ellos los que purifican el caldo gordo de la calle y te permiten vivir sin ser totalmente humillado.

Manuel Vicent para El País

http://elpais.com/diario/2010/03/07/ultima/1267916401_850215.html

El despropósito de los exámenes de enero

¿Algún responsable de la política universitaria piensa en España de verdad en los usuarios del servicio, es decir, en nuestros estudiantes? Tal pregunta no es el pie para enlazar un análisis sobre los males de la enseñanza superior, cuestión a la que ya me he referido aquí en otras ocasiones, sino para algo mucho más elemental: mostrar mi estupor, como profesor universitario y como padre, por el hecho insólito de que a nadie se la haya pasado por la cabeza el mayúsculo y obvio disparate que supone hacer en enero los primeros exámenes del curso, inmediatamente después, por tanto, de las vacaciones escolares navideñas.

Tradicionalmente, y con una lógica de cajón, los exámenes universitarios finales se celebraban en España en junio y en septiembre, más una convocatoria extraordinaria en febrero, que permitía a quienes llevaban materias pendientes aligerar su carga antes de junio. Y todo ello con una cierta flexibilidad, que posibilitaba que los estudiantes realizasen parciales y negociasen, dentro de un margen razonable, las fechas de celebración de sus exámenes.

Luego vino el desastre de Bolonia, la organización del curso en dos semestres (que son en realidad dos cuatrimestres que se quedan a la postre en dos trimestres) y un calendario de exámenes que es un puro despropósito: pruebas del primer cuatrimestre en enero, del segundo en mayo y recuperaciones en junio y la primera parte de julio. En una palabra: durante seis meses se realizan todos los exámenes y durante los restantes seis meses ni uno solo. ¡Viva el sentido común y la racionalidad!

Esa falta de sentido común, que parece haberse convertido en la marca de la casa de nuestra política universitaria, es la que explica que los exámenes del primer cuatrimestre (en los que, en una nueva muestra de insensatez, los alumnos afrontan ¡cinco, seis o incluso siete asignaturas!) se celebren inmediatamente después del período navideño, que reúne más fiestas que ningún otro en todo el año: Nochebuena, Navidad, Nochevieja, primero de año, vísperas de Reyes y Reyes, y todo ello en medio de las compras, las rebajas, los viajes a ver a la familia y un sinfín de juergas, es decir, de una interminable lista de elementos disuasores del estudio. Hacer los exámenes en enero es la mejor forma de garantizar que la cuesta de ese mes será aún más dura, por tener que cargar, encima de con todo lo demás, con las correspondientes calabazas.


Sí, ya sé que los alumnos deben ir estudiando desde que el curso da comienzo, pero forzarlos a dar el apretón final en medio del jolgorio navideño es una crueldad, además de una supina irresponsabilidad. Una más de las muchas que convierten bastantes de las cosas que hacemos en las universidades en socialmente incomprensibles. También, claro, para nuestros estudiantes.

Roberto L. Blanco Valdés en La Voz de Galicia
http://www.lavozdegalicia.es/noticia/opinion/2014/01/08/desproposito-examenes-eneroel-martirio-continua-agrava/0003_201401G8P15993.htm#.VolwO4bBboU.facebook