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miércoles, 26 de junio de 2013

El mito de la media naranja


Una irónica definición popular dice que la pareja es una reunión de dos personas que se unen para resolver problemas que no tendrían si no estuvieran juntas. De hecho, la razón por la que compensa permanecer emparejados siempre ha sido ésa: los seres humanos mantenemos vínculos afectivos largos con otra persona porque nos empeñamos en hacerlo. En el 2007, la revista colombiana Pensamiento Psicológico publicó un estudio para ver qué factores unían a aquellas parejas que continuaban su idilio más allá de una década. Y encontraron que no había relación estadísticamente significativa entre satisfacción marital y ciertos valores supuestamente importantes: tipo de vínculo establecido, filiación religiosa común, nivel socioeconómico similar, etc. El único factor que predecía realmente la estabilidad en pareja era el atractivo que el concepto en sí tuviera para las personas. Simplemente: aquellas que tenían una percepción positiva de este tipo de relación duraban más.
 
Casarse es terminar una serie de pequeñas tonterías con una gran estupidez”, “emparejarse significa quedarse con la mitad de derechos y duplicar los deberes”, “nos alegramos en las bodas y lloramos en los funerales porque no somos la persona involucrada”, “el matrimonio crea más 'extraños compañeros de cama' que la política”… El imaginario colectivo está lleno de advertencias sobre las pocas posibilidades de que consigamos recompensas vitales en una pareja estable. Sin embargo, parece que hasta ahora han existido compensaciones que hacían perdurar ese vínculo.
 
Los antropólogos materialistas -Marvin Harris es un ejemplo- han intentado definir esas razones. La pareja cerrada tradicional ha sido una “buena inversión” en muchas sociedades, según estos investigadores, porque aseguraba la sexualidad –era la forma más sencilla de mantener relaciones cotidianamente sin necesidad de pasar cada vez por todos los rituales de seducción-, proporcionaba una forma segura de mantener las normas sociales –al otorgar autoridad a dos personas cuando se convierten en padres- y aumentaba la probabilidad de que el traspaso de la herencia se hiciera a personas con las que se comparten los genes, estableciendo quiénes son los padres legales de los hijos y creando un fondo común de propiedad para ellos. Evidentemente, estas razones tuvieron mucho sentido a lo largo de la historia de la humanidad: los documentos históricos y literarios insisten continuamente en estos tres puntos cuando hablan del vínculo matrimonial. Sin embargo, cabría preguntarse si hoy en día siguen siendo tan importantes esos elementos.
 
Desde el punto de vista estrictamente materialista, la pareja no tiene porque ser la mejor inversión en la actualidad. Por una parte, en una sociedad con mayor apertura sexual, nuestras posibilidades de relaciones íntimas son mayores fuera de un vínculo estable (la frase “follas menos que un casado” demuestra que todos lo sabemos). Por otra parte, la trasmisión de la autoridad y la norma social ha dejado de ser una prioridad para muchas personas… Y es una imposibilidad para casi todo el mundo: ni el cónyuge ni los hijos nos respetan mucho hoy en día. Y a nivel económico, el emparejamiento es una mala inversión: como reza un proverbio escocés, “no merece la pena casarse por dinero, porque se pueden conseguir préstamos más baratos”. Las estadísticas muestran que los singles –en España hay más de tres millones de personas "impares" en la actualidad- disponen de ingresos significativamente superiores a los individuos casados del mismo tramo de edad. Las empresas dirigen en muchas ocasiones hacia ellos sus campañas, porque saben que los no emparejados tienen más dinero y gastan más en cultura, viajes, lectura y espectáculos.
 
En el siglo XVIII español se puso de moda tener un “cortejo”, un amigo íntimo que tenía entrada libre en el hogar, charlaba con la esposa de asuntos diversos, la acompañaba a la iglesia y la aconsejaba sobre su forma de vestir o maquillarse mientras el marido vivía su vida y apenas aparecía. Este curioso “vínculo a tres bandas” es una más de las muchas formas distintas de relacionarnos que los humanos hemos utilizado a lo largo de los tiempos. El amor cortés en la Edad Media (una relación en la que era esencial ser rechazado por la persona amada) o las parejas que caducan cada año de ciertas tribus amerindias, son también modelos de vínculo que han utilizado muchas personas durante ciertas épocas y que hoy nos resultan extraños. Los seres humanos tendemos a olvidar que las razones por las que una sociedad fomenta una forma u otra de vínculos afectivos son de supervivencia, no psicológicas. Toda sociedad establece, en función de lo que sea más adaptativo, reglas que definen en qué condiciones deben darse las relaciones sexuales, el embarazo, el nacimiento y la cría de hijos. Por supuesto, esas reglas son distintas según la época y la situación social. La pareja monógama es una construcción como otra cualquiera.
 
Los tiempos están cambiando en lo que respecta a la concepción de los vínculos en el imaginario colectivo: la relación monógama estable empieza a desmitificarse. El psicólogo Carlos Yela García recoge en su libro El amor desde la psicología social algunas de las quimeras en las que se basaba la permanencia de estos vínculos. El “mito de la media naranja” (escogemos a alguien a quien estamos predestinados y eso garantiza la mejor elección posible), el “mito del libre albedrío” (nuestros sentimientos amorosos son tan íntimos que no están influidos de forma decisiva por factores sociales, culturales o biológicos ajenos a nuestra voluntad), el “mito de la omnipotencia” (“el amor lo puede todo”, la unión amorosa otorga una fuerza especial que permite superar todos los obstáculos imaginables) y “el mito de la pasión eterna” (el amor pasional de los primeros meses puede y debe perdurar tras miles de días -y noches- de convivencia) son cada vez más cuestionados. Y esto hace que revisemos el “mito de la pareja”, la idea de que el amor romántico debe conducir a una unión estable y permanente.
 
La ciencia también cuestiona esas bases utópicas. En The myth of monogamy, por ejemplo, la psiquiatra Judith Eve Lipton y el psicólogo David Barash recogen datos que demuestran que la fidelidad sexual (otro de los conceptos importantes en este tema) es solo una cuestión social. En su libro citan numerosos ejemplos que demuestran que, en la naturaleza, es prácticamente inexistente: las pruebas de ADN son concluyentes. Como nos recuerdan estos dos científicos, desde el punto de vista evolutivo es claro que a los machos de todas las especies les conviene “esparcir” sus espermatozoides en el mayor número posible de lugares. Por eso, sus cuerpos (incluyendo, por supuesto, sus hormonas y sus cerebros, base de su comportamiento) están diseñados para la promiscuidad: los machos de casi todas las especies son fácilmente excitables por los estímulos novedosos. Y según Lipton y Barash, a las hembras les ocurre algo similar en algunas especies… como, por ejemplo, la humana. De lo contrario no serían explicables rasgos físicos que parecen destinados a que las mujeres tengan muchas parejas sexuales.
La sociedad supera, poco a poco, el “síndrome del Arca de Noé”, el patrón uniforme en que nos encorsetaba un mundo estructurado por y para parejas. En los últimos treinta años el número de singles en nuestro país ha crecido en un 350%. En la actualidad, aproximadamente diez millones de españoles (un 23% de la población) no tienen una relación estable de pareja. Y lo previsible es que el número de personas que prefiere participar en solitario en el juego de la vida aumente, ya que la media europea se sitúa actualmente en un 30% de la población.
 
Si deja de compensar mayoritariamente, la pareja se convertirá en un vínculo entre los muchos posibles. Y será una opción a lo que solo se acogerían aquellos que, de verdad, han encontrado una persona con la que merezca la pena quedarse largo tiempo.
Leído en: Elconfidencial.com